El sector eléctrico cambió hace 20 años, para bien, con la creación de un mercado mayorista, en el cual los generadores compiten y la introducción de regulación a las redes se traduce en servicios de buena calidad. El ramo de hidrocarburos se transformó, para bien, cuando Ecopetrol, al comienzo del presente siglo, cambió su naturaleza jurídica y dejó de ser un recurso fiscal directo, dejó de ser juez y parte en la exploración y explotación (por suerte, los contratos de asociación son cosa del pasado) y se convirtió en firma sujeta a la disciplina del mercado. Entre el de negocios afines, el sector minero, por el contrario, presenta un gran retraso en políticas y decisiones públicas que le permitan brindar todo su potencial.
No existe un discurso estatal para orientar y apoyar la minería. Lo requiere, en primer término, porque su extracción tiene impactos en el contexto de otras actividades económicas y sociales, el ordenamiento territorial, el medio ambiente, el vigor de las actividades transables y la transformación del capital natural en infraestructura y capital intangible.
En este sentido, la clasificación de la minería como ‘locomotora’ es desafortunada, porque, todavía no jalona insumos sustanciales ni tecnológicamente sofisticados del resto de la economía. El vacío de orientaciones es llenado por el ambientalismo radical e intereses ilegales.
El ambientalismo radical es un grupo de interés más que condena a la minería per se. Busca su moratoria como actividad económica. Solo contabiliza los costos y no los beneficios (soslayados) de la minería y plantea a toda actividad económica en el territorio la obligación de restituir los ecosistemas a condiciones originales, algo imposible científica y financieramente. Se ampara en el Principio de Precaución, que en su variante acogida por la legislación ambiental internacional y la regulación de medicamentos, aconseja prohibir actividades económicas o actividades experimentales hasta que se demuestre que no son riesgosas. Cass Sunstein, en su libro Laws of Fear, desnuda las falencias de este principio, una nueva forma de inquisición que retrasa los experimentos y el avance tecnológico, en manos de individuos que se ven a sí mismos como mejores que el resto de mortales (self-righteous es una palabra del inglés que describe mejor que en español a este tipo de personas). El costo de oportunidad de declarar la moratoria de la minería incluye las pérdidas por no transformar el capital natural en capital construido y capital intangible, de alentar la minería ilegal, y de retrasar la modernización social y técnica de la minería y sectores relacionados.
El Estado estaba ausente en muchos de los municipios a los que llegó la minería en las últimas décadas, en donde es difícil hacer valer el imperio de la ley y la regulación ambiental. La minería ilegal del oro, generada en parte para evadir los costos de la legalidad y en parte para financiar grupos al margen de la ley, genera profundos problemas ambientales, de salud pública y de violencia. El proceso de consulta previa en minería, útil para ajustar las expectativas y compensaciones a que haya lugar, está capturado por empresarios de la extorsión o se toma tiempos que disuaden a los inversionistas legales.
Una política pública para la minería debe desarrollar por lo menos tres líneas de acción. Primero, hay que enviar un mensaje coherente y creíble sobre el compromiso público con aquella minería que genere valor neto a la sociedad, reduciendo los conflictos reales o aparentes entre sectores públicos con la minería y creando modelos de ajuste de intereses, de compensación a los intereses afectados por la minería y de restitución viable de servicios ecosistémicos. Segundo, se deben adoptar criterios objetivos para aprobar o rechazar proyectos mineros. El análisis costo-beneficio es la única forma transparente de otorgar a la Nación los derechos a las ganancias positivas de un proyecto. Las evaluaciones ambientales estratégicas y las consultas previas tienden, por el contrario, a dar poder de veto a la conservación pura por encima de las necesidades generales de la población, o a los afectados por los proyectos, ambos errores conceptuales. Tercero, el Estado debe aumentar su presencia y funcionalidad locales, apoyando la actividad minera con dotación de bienes públicos (infraestructura, seguridad), fortalecimiento de las capacidades públicas locales, y formulando paquetes de reducción de trampas de pobreza. Estos últimos paquetes son indispensables para reducir las disputas redistributivas en los territorios en donde se desarrollan los proyectos; para ello se debe apelar a una responsabilidad social empresarial innovadora.
Colombia presenta severos retrasos en infraestructura y logística, cobertura de alcantarillado, protección a la primera infancia, educación básica (recuérdese el vergonzoso desempeño en pruebas Pisa), salud, mitigación de riesgo de desastres naturales, investigación + desarrollo + innovación, promoción del capital de riesgo y fortalecimiento de la presencia del Estado en todo el territorio. Los montos de inversión del posconflicto son también considerables: dos o tres puntos anuales del PIB durante una década, por lo menos. En medio de estas grandes necesidades represadas y venideras, transformar el capital natural en plataformas para el desarrollo y en capital humano se convierte en un imperativo de política pública; no hay otro sector en el que la velocidad de impacto sobre la economía sea más alta, salvo las TIC. El desarrollo minero no se dará sin intervenciones precisas y eficaces. Le toca mucho por hacer al nuevo Gobierno en el sector minero para nivelarlo con los desempeños de la electricidad y los hidrocarburos.
Juan Benavides
Analista