Desde hace varios días, el público y las autoridades en las poblaciones de la costa nororiental de Estados Unidos sabían que venía un monstruo, climatológicamente hablando.
Pero a pesar de las advertencias y de las precauciones tomadas, la verdad es que los destrozos que dejó a su paso el huracán Sandy –posteriormente degradado a la categoría de tormenta tropical– superaron aun los cálculos más pesimistas.
Así lo demuestra un balance preliminar que incluye al menos 39 vidas perdidas, 8 millones de personas sin electricidad, decenas de casas destruidas y grandes daños a la infraestructura en diferentes puntos.
En términos de dólares, un primer estimativo habla de 20.000 millones de dólares, pero habrá que esperar un buen tiempo antes de tener cifras definitivas.
A las cuentas que se hagan es necesario añadir el costo de la parálisis en Nueva York, la capital financiera del planeta.
Si bien para hoy está prevista la reapertura de la bolsa, una buena cantidad de actividades van a verse obstaculizadas por cuenta de los túneles inundados que impiden la normal operación del metro y el acceso de los vehículos a la isla de Manhattan.
Ante el desastre, la primera reacción ha sido de estupor.
Las fotografías y tomas de la televisión son elocuentes al mostrar la relativa impotencia de bomberos y policías a la hora de evitar los destrozos y las tragedias individuales.
Pero también empiezan a atribuirse las responsabilidades, incluyendo las que le competen al calentamiento global, el mismo que lleva a muchos a pensar que fenómenos como el visto volverán a ocurrir con más frecuencia que antes.