De un momento a otro, las elevadas obligaciones a cargo de una serie de naciones europeas –sobre todo las vecinas al Mediterráneo– se volvieron el principal problema del planeta.
La razón es que después de haber estado al borde del abismo tras la ruptura de la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos, la economía global se enfrentó a la posibilidad de una debacle en el Viejo Continente.
En ese entonces, se habló de que los días del euro como moneda comunitaria estaban contados y que el futuro de un buen número de bancos se encontraba comprometido.
Sin embargo, la persistencia del bloque de naciones acabó triunfando.
Tras muchos ires y venires, Atenas fue forzada a aceptar un paquete de recursos, a cambio de un duro programa de austeridad cuyas consecuencias más notorias fueron una contracción descomunal y un salto en la tasa de desempleo a niveles cercanos al 25 por ciento.
Entre los analistas, el debate continúa –y seguirá sin resolverse– sobre si el remedio utilizado era el indicado.
De un lado están quienes sostienen que no hay tratamientos indoloros y del otro los que señalan que el costo social fue inmenso y que toda una generación dio un paso atrás en su nivel de vida.
Pero más allá de la polémica, ha vuelto a quedar en claro que algunas luces empiezan a aparecer en el túnel.
Así se desprende de la emisión de bonos que por 3.000 millones de euros hizo ayer el Gobierno griego y que tuvo una demanda de casi siete veces superior. Los papeles, colocados a un plazo de siete años y una tasa del 4,75 por ciento anual, señalan que los helénicos están de regreso.