Miles de caras desconocidas abundan en los televisores europeos. En sus barcas, que parecen de papel, intentan huir de la realidad de sus países. Llegan a costas europeas con la ilusión de un futuro mejor y más tranquilo en una supuesta democracia. Indiscutiblemente, la vida de un refugiado sirio o afgano será más segura en Europa. Sin embargo, la promesa de la democracia parece nada más que una cortina de humo. La disfuncionalidad y desigualdad perpetuada por muchas democracias parece un tabú incomodo, una conversación molesta.
El Reino Unido aportó unas 9.500 tropas a la “guerra al terror” en Afganistán, de las cuales 2.116 fueron remitidos a hospitales por heridas en combate y 454 murieron. Mientras 68% de los británicos opinaba que la campaña militar de 13 años “no valió la pena,” el primer ministro Cameron aseguraba en 2014 que Gran Bretaña debía sentirse “increíblemente orgullosa.” Hace un año, 44% de los encuestados en Reino Unido aseguró que la situación en Afganistán “no había cambiado,” y 42% veía a su país “menos seguro” a raíz de su participación en la guerra. Entretanto, más de cinco millones de afganos han salido refugiados de sus hogares y casas. Desde octubre de 2001 alrededor de 56 mil afganos se han refugiado en el Reino Unido, casi seis veces el número de tropas británicas que estuvieron presentes en Afganistán.
La ola de refugiados que ha llegado a Europa no es más que una consecuencia de las políticas externas y militares de los gobiernos europeos. Es el resultado de la inoperancia de muchas democracias, en las que las opiniones del público son sistemáticamente ignoradas. Hay que preguntarse entonces: ¿que pensaron los gobiernos británicos a través de los años del 68% de sus ciudadanos que desaprobaba su participación en Afganistán? Puede que la idea de la crisis de los refugiados como consecuencia de las actuales fallas de la democracia sea ajena para los colombianos, pero no lo es.
Nuestros gobernantes podrían aprender de los errores pasados de sus contrapartes europeos.
En 2014 los colombianos reeligieron al presidente Santos con 51% de los votos, pues él prometió que su gobierno llevaría paz al país después de décadas de conflicto. Si bien las negociaciones en La Habana están en su aparente clímax, la paz parece un proyecto complicado y casi contradictorio. En mayo pasado, a petición del gobierno, la fuerza pública intentó desalojar violentamente a tres mil indígenas en la zona rural de Corinto, que permanecían en la que es su tierra ancestral. A finales de agosto, en San Juan Nepomuceno, el ejército desalojó a unas 150 familias, quemando sus ranchos y en varios casos atentando contra su integridad física.
Sería insensato apuntar hacia el presidente Santos por las masacres de las fuerzas públicas contra el pueblo colombiano, de la misma manera que sería señalar a muchos jefes de estado europeos, incluyendo al señor Cameron, por la crisis de los refugiados. Pero es necesario reconocer que las crisis humanitarias de hoy en día desnudan nuestras democracias, haciéndonos cuestionar su esencia y sus reglas, y poniendo en juicio sus valores más inherentes. Si es que la democracia refleja el poder y la iniciativa de los ciudadanos, ¿cuántas veces más tendremos que ir a las urnas para que la dignidad humana sea tomada en serio?
Sergio Calderón Harker