El pasado viernes 25 de septiembre, en Nueva York, como antesala a la Asamblea General de Naciones Unidas, fueron aprobados los denominados Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).
Las 17 metas que los conforman, en reemplazo de los 8 Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) y que deberán ser alcanzadas para 2030, han sido recibidas con optimismo y entusiasmo por los dirigentes del mundo y por muchos analistas.
No obstante, el optimismo tendría que ser moderado, por decir lo menos, al observar que los ODS no son sino un reciclaje de los problemas del pasado y, en consecuencia, solo servirán de excusa para mantener el statu quo.
Es decir, seguirá perdido el objetivo central: la generación de desarrollo (esto es, creación de riqueza de manera sostenible) para aquellos millones en personas que aún viven en situación de pobreza, víctimas de exclusión y de unos niveles de vida intolerables.
Cada vez más se consolida un consenso –teórico y en la práctica política– sobre la deseabilidad y superioridad de la resolución de aquellos asuntos considerados como problemas globales, a través de estrategias multilaterales.
El que estas estrategias incluyan a varios estados, que generen espacios de encuentro periódicos y que tengan resultados visibles –como tratados o metas colectivas– hacen que sean vistas no solo como las únicas en las que es posible generar espacios de cooperación en el ámbito internacional, sino también soluciones a los problemas percibidos.
Tal vez la percepción positiva sea reflejo del famoso “la unión hace la fuerza”.
No obstante, esa percepción, esa supuesta fuerza resultado de la unión, pasa por alto la naturaleza de las estrategias multilaterales. Allí no prima el bienestar global –comenzando porque algo por el estilo es casi imposible de definir– sino las negociaciones políticas. Es decir, con consideraciones políticas y adelantadas por políticos.
Así, los temas negociados dependen de las percepciones de quienes negocian, de sus intereses, de sus ideas y de sus preferencias. No todos los problemas globales son considerados en estas instancias. Solo algunos de ellos.
Además, se incluyen con definiciones específicas, con diagnósticos puntuales y los resultados son los políticamente viables. No necesariamente los mejores.
En los ODS, como también sucedió con los Objetivos del Milenio (ODM), lo anterior lleva a que el entusiasmo de su aprobación se convierta en una obsesión por el cumplimiento de metas establecidas, en la universalización –porque así se negoció– de las prioridades que deben ser asumidas por todas las sociedades en el mundo y, como si fuera poco, a que esas metas y esa universalización de prioridades sea resultado de decisiones políticas, sin necesariamente estar basadas en una reflexión profunda y compleja de cada uno de los temas.
Frente al desarrollo, además, como señaló Peter Bauer, autor de los años 50, las causas del no desarrollo se confunden con las consecuencias. Igualmente, como ha señalado en años recientes William Easterly, codirector del Development Research Institute de la Universidad de Nueva York, el tema ha perdido su parte humana y se ha convertido en una cuestión de expertos.
La repetición de los errores en los ODS –la resistencia a aprender de la experiencia previa – no solo impide la evaluación de alternativas efectivas a la aproximación a los asuntos en cuestión. También incide en que se preserve el statu quo que ha impedido, en últimas, la resolución de los problemas de creación de riqueza en el mundo.
Los ODS, como sucedió con los ODM y con los programas internacionales que desde los años 60 se han impulsado para la generación de desarrollo mantienen el statu quo en dos sentidos.
Por un lado, los países desarrollados se dedican a dar recursos de cooperación, pero no eliminan los subsidios, las trabas al comercio o las certificaciones voluntarias, no tan voluntarias, pero que sí les imponen unos costos, muchas veces insuperables, a las industrias de los menos desarrollados.
Por el otro, los países no desarrollados, o más bien sus líderes, receptores de esos recursos, persisten en perpetuar el poder de sus elites dominantes a través de privilegios, en lugar de reconocer que la creación de riqueza está en el reconocimiento de los derechos para todos.
En últimas, los programas de desarrollo internacional se convierten en una competencia por mostrar estadísticas para demostrar quién cumple las metas, así esto se logre cambiando las metodologías de recolección o de análisis de los datos.
El desarrollo para los individuos no es sino parte de la retórica. Los medios –las metas– se convierten en el fin.
Javier Garay,
Miembro de Redintercol