Acostumbrados a las noticias de los gigantes del Bric, la amplificación de las perturbaciones financieras en Grecia ha elevado la alerta de especulación y contagio en los mercados bursátiles, con oscilaciones generadas por la incertidumbre y fuga de inversionistas que buscan compensar la pérdida de dineros fáciles.
Esta tragedia griega hace referencia a la caída de un importante personaje: la confianza institucional, por motivos que hicieron mito como un canto de sirena, a través de misteriosas maniobras contables, que ocultaban ajustes de cuentas, valores hipotéticos y controvertidas operaciones con derivados; persiste el cuestionamiento al comportamiento del sector financiero, pues olvidó las lecciones aprendidas con el teatro Enron en 2001: las fallas morales y el desequilibrio de controles son el caldo de cultivo que corrompe intereses y dispendios, desvaneciendo ilusión y bienestar.
El hecho es que el país de las ruinas está en bancarrota técnica, y las conjeturas indican que el problema derivado del déficit puede propagarse, como efecto dominó, en otras naciones de la UE -Portugal, Irlanda, Italia y España, Piigs- que también sustentaron la aceleración en su crecimiento con créditos que quedaron expuestos al riesgo, producto de la especulación y el crash subprime. El problema se infla con las evidencias de deflación, ya que la caída de precios refuerza un círculo vicioso de expectativas por menores costos que paralizan en austeridad a la economía, significando bajos ingresos por ventas para las empresas, menores proyectos de inversión y menos ingresos por tributación para el erario; en definitiva, desempleo y decrecimiento.
Esta situación precisa medidas conceptuales y materiales de fondo, pues, si bien la integración ha generado oportunidades, ha sido estructurada siguiendo un esquema rígido que, con mayor exposición a la insolvencia, compromete la capacidad para atender pagos en una coyuntura como la actual. Un mecanismo flexible, con divisas locales para depreciar, permitiría mejorar la competitividad, adaptando tasas para reducir comparativamente costos laborales y balancear la relación de valor entre las obligaciones de deuda y los activos subyacentes.
Aún sin soluciones ni compromisos reales, conviene destacar que no se ha asumido un rol paternalista -quizá sólo es así por insuficiencia de recursos para apalancar rescates, agotados después de la banca e Islandia en 2008-, de manera que se ha reforzado el debate de responsabilidad y equidad en los esfuerzos para compartir cargas, dado que el dilema de conveniencia para preservar al bloque inhibe salidas del tipo 'sálvese quien pueda'.
Así, lo que está en juego es la sostenibilidad de la Unión y del euro, gestados como prioridad común desde la caída del Muro; faltaron políticas coordinadas, más allá de las metas estandarizadas para controlar inflación, déficit y deuda pública. La incertidumbre en la Eurozona es otra de tantas puntas de iceberg descongeladas con el calentamiento económico producido por los 'activos tóxicos' y las ocultas fallas de política y ética.
Aunque parezca inapropiado, en un momento de recuperación frágil, veremos si el efecto de esta situación moviliza a los bloques económicos hacia la materialización de los compromisos y cambios estructurales que se necesitan para darle forma al lego de la recuperación y la globalización, con equidad y sostenibilidad.