Desde 1990 se establecieron en Colombia dos instrumentos de política pública, con el objetivo de estabilizar el ingreso al productor y aislarlo de los grandes vaivenes en los precios internacionales: el Sistema Andino de Franjas de Precios (Safp) y los Fondos de Estabilización de Precios, más conocidos como el FEP palmero, o el Fepa, en el caso del azúcar.
El Safp nació en 1993 y funciona de manera tal que si suben los precios internacionales de ciertos productos, como el azúcar y el aceite crudo de palma, se bajan los aranceles, siendo su mínimo nivel el 0 por ciento arancel. Cuando bajan los precios internacionales, en cambio, se elevan los aranceles, llegando, en algunos casos, a niveles del 100 por ciento, o más. Para el caso del aceite crudo de palma, sin embargo, el arancel se acotó, por una decisión Andina, a un máximo del 40 por ciento.
Estas franjas están acompañadas por los Fondos de Estabilización de Precios, cuya definición legal, según la Ley 101 de 1993 era “procurar un ingreso remunerativo para los productores, regular la producción nacional e incrementar las exportaciones, mediante el financiamiento de la estabilización de los precios al productor de dichos bienes agropecuarios y pesqueros”. En realidad, debido a la manera como fueron reglamentados los Fondos, en lugar de ser instrumento de estabilización de precios se convirtieron en mecanismos de maximización del ingreso de los productores de materia prima, entendiendo que, en cada caso, los productores son actores diferentes, y no necesariamente pequeños agricultores.
Ante el crecimiento de la producción nacional del azúcar y la palma, la idea del FEP y Fepa era fomentar la exportación de los excedentes de producto, para así mantener los precios altos en Colombia. Los productores que se benefician de estos valores altos, ceden una parte de sus ingresos al Fondo para que este compense a los exportadores, ya que ellos tienen que exportar a precios internacionales, pues nadie les compraría su producto a los costos a los que se venden en Colombia.
Es legítimo que los mencionados mecanismos de protección y apoyo se utilicen en sectores nacientes de la economía para apoyarlos mientras se consolidan, tal como pasa en Chile, donde los ayudan y los gradúan después de un tiempo razonable. Lo que no se entiende es que Colombia, además de no graduarlos, les cree nuevos incentivos.
En efecto, entre el 2006 y el 2007, se crearon los mercados del etanol (caña de azúcar) y del biodiésel (aceite crudo de palma). El sistema obliga a que la gasolina y el diésel tengan un determinado porcentaje de etanol y biodiésel, creando una demanda doméstica por ley, pues una resolución define el precio al que se deben comprar estos dos, garantizando a los productores de etanol y biodiésel un margen de utilidad, y el costo de la materia prima empleada a precios estimados dentro del FEP o el Fepa.
El sistema les crea un mercado doméstico adicional al alimenticio, y nadie pensó cómo se cruzaban estos dos instrumentos, uno que fomenta exportaciones para mantener el precio interno alto, como consecuencia de una menor oferta, y otro, que crea una demanda obligada (ya que por norma, se fijan los porcentajes de biodiésel y etanol que deben contener la gasolina y el diésel) y garantiza los precios con protección arancelaria.
Algunos productores escogen, entonces, el mercado al que es más rentable al vender, pero siempre en detrimento de la industria alimenticia y de los consumidores colombianos, que están pagando precios muy superiores a los que pagan por los mismos productos o sus sustitutos en otros países.
El mismo FEP evidencia la brecha de precios del aceite en Colombia y en el exterior. Para efectos de las cesiones y compensaciones realizadas en abril del presente año, se estimó el precio del aceite de palma para exportar en US$592 por tonelada, mientras que para el mercado colombiano el precio fue de US$813 por tonelada. Por lo tanto, en Colombia el precio estuvo en abril en 221 dólares, 37% por encima del precio internacional. Esto impacta la competitividad de la industria alimenticia colombiana, que compite con varios países con los que Colombia tiene TLC que brindan arancel cero para bienes finales, que se han producido en ellos con materias primas e insumos a precios internacionales.
Muchos grupos de interés hemos contratado estudios sobre el tema y su impacto. Pero más que pensar en los intereses de unos industriales específicos, se pregunta uno si ¿es válido tener unas políticas públicas diseñadas para beneficiar exclusivamente a un grupo, no precisamente de pequeños productores (porque al final del día, los beneficios los reciben los ingenios azucareros o los extractores de palma), de manera indefinida, en detrimento de grupos más amplios como son los consumidores de alimentos, o las industrias que los procesan y compiten en un mercado abierto, o incluso, de los transportadores de carga que pagan fletes más altos aquí por los precios de los biocombustibles? ¿Suena lógico que la industria de alimentos en Colombia esté en peligro por este tipo de políticas, arriesgando no solo el empleo industrial, sino el valor agregado de un sector agroindustrial?
Todo esto busca hacer un llamado sobre la pertinencia de estos instrumentos, de acuerdo con la evolución histórica y presente del mercado, así como de las cadenas que aún subsisten en competencia abierta en Colombia y sin una regulación del Gobierno en cantidades o precios.
Ángela María Orozco
Presidente Asograsas
Exministra de Comercio Exterior