En Latinoamérica, la pobreza se ha reducido significativamente, sin embargo, la disminución de la desigualdad va a paso de tortuga, porque la política social implementada no ha atacado los factores reales que crean desequilibrios económicos, políticos y sociales.
Cada día se comprueba la visión limitada que se tiene normalmente sobre los impactos que los cambios sociales pueden generar. Sería interesante conocer la reacción frente a lo que sucede hoy en Brasil, de aquellos que, con gran euforia, celebraron como un éxito del modelo de economía de mercado, el crecimiento de las clases medias latinoamericanas.
Sin duda, el país de la región con mayores logros ha sido, precisamente, Brasil. En poco tiempo redujo significativamente sus niveles de pobreza y alcanzó a ubicar el 50 por ciento de su población en la deseada clase media. Subió los salarios, en contra de lo que han hecho sus vecinos, no se contentó con las transferencias condicionadas para aliviar la pobreza, sino que generó empleo, trató de avanzar en salud y educación. Pero ahora lo que empieza a reconocerse como una implosión social. Como lo señala Portafolio, Brasil, “se revoluciona por dentro”.
En el documento del Banco Mundial, que anotaba el crecimiento de las clases medias en América Latina, pero, a que su vez señalaba que los vulnerables, aquellos que rápidamente pueden volver a caer en la pobreza, era el sector más grande de su población, no vislumbró lo que podría denominarse la revolución de las clases medias. Y mucho menos que este fenómeno empezaría en Brasil.
Por el contrario, anotaba que temía que estos nuevos sectores, más educados y con mejores ingresos, no fueran los que impulsaran cambios porque no se sentían vinculados con el Estado del cual habían recibido muy poco. Podrían ser tan egoístas como los sectores de altos ingresos de la región.
Pero lo que está sucediendo en Brasil es un campanazo para el resto de Latinoamérica. Esas nuevas clases medias quieren más de lo que tienen, no soportan la corrupción que caracteriza a todo el continente, con muy pocas excepciones; no quieren una salud a medias; demandan mejores niveles educativos para todos, y explotan frente a lujos exagerados en las inversiones de recursos públicos.
Sinceramente esos motivos se encuentran fácilmente en muchos de sus vecinos, así que podría plantearse que existe una nueva realidad. La posibilidad de que esos cambios hacia modelos de desarrollo que compartan el crecimiento entre todos, de manera más equitativa, sean inducidos por esas nuevas clases medias que resultaron inconformes.
La pobreza se ha reducido significativamente, pero la disminución de la desigualdad va a paso de tortuga, porque la política social implementada no ha atacado los factores reales que crean desequilibrios económicos, políticos y sociales. Los subsidios a los pobres no tocan la acumulación de la tierra urbana y rural; la concentración del poder político en unos partidos llenos de vicios; la disparidad de oportunidades; los abusos de la clase dirigente, y, mucho menos, la creciente corrupción de las élites. Por consiguiente, es evidente que América Latina va a tener que replantearse su modelo de desarrollo y, más importante aún, su modelo de sociedad.
Debe destacarse la forma como la presidenta Dilma Rousseff está manejando la situación. Al escuchar sus palabras, cuando anunció que se reunirá con los líderes de estos movimientos sin partido, está demostrando su talante democrático. Qué diferencia con otros mandatarios, que solo, a punta de balas, tratan de controlar estas expresiones de descontento social. Imposible saber, de antemano, si la Presidenta podrá salir adelante de esta situación, pero sí ha recibido, de forma positiva, estas expresiones de descontento. Con razón, acepta las protestas, pero rechaza la violencia.
Pero hay más indicadores de rechazo a la situación actual. Muy interesante lo que está sucediendo en México, otro de los países con gran concentración de ingreso. La película más exitosa actualmente, Los Nobles, es una crítica muy fuerte a los hijos de los ricos mexicanos. Ya se han dado manifestaciones de inconformidad por la forma prepotente como actúan las nuevas generaciones de privilegiados en un país donde la pobreza es evidente, pero también con crecientes clases medias. Y no ha sido alguien extraño a esas clases sociales quien ha planteado el tema, sino precisamente un hijo de privilegiados que por conocer muy bien esos comportamientos, ha podido plantear de manera clara esta situación y lograr su rechazo en muchos otros sectores de la sociedad mexicana.
Una mirada a Colombia crea muchas inquietudes, porque varias de las causas que motivan a los brasileños para armar la mayor protesta que ese país ha vivido en las últimas dos décadas, también están presentes en nuestro país. Un transporte caótico al que pacientemente se han sometido no solo los bogotanos, sino el resto de habitantes de las ciudades importantes y las intermedias; una corrupción que se ha generalizado no solo en todo el país, sino que ha llegado a la llamada ‘gente bien’; una inseguridad que llegó a niveles impensables; una salud en caos; una educación de mala calidad para los pobres y clases medias. Lo positivo es que, posiblemente, la esperanza de iniciar un proceso de paz haya abierto otro compás de espera, pero que no se olvide que en este mundo global no solo se abre el comercio, como insiste el Gobierno, sino que se extienden las protestas sociales. Muestras ya existen.
Ya se vio lo que pasó en Chile con las manifestaciones de los estudiantes insatisfechos por la privatización de la educación por sus inmensos costos para las clases medias, y en México, son estos sectores los que ya no soportan los privilegios y los abusos de los más ricos. Queda en el tapete algo interesante: las nuevas clases medias latinoamericanas han resultado menos conformistas de lo esperado y pueden ser el gran motor para todos esos cambios de fondo que requiere la región, y que ni los partidos políticos, sus líderes y analistas nacionales e internacionales pudieron predecir.
Cecilia López Montaño
Exministra - Exsenadora