Los filósofos de la vida cotidiana, los historiadores, los politólogos y los economistas se han embarcado siempre en agudas controversias sobre el asunto del Estado como productor de bienes públicos. Pasemos ahora por encima de esos combates intelectuales, y aceptemos que el Estado es indispensable para la producción de bienes públicos.
¿Qué son? Tienen dos características: son cosas y servicios que están disponibles para cualquier persona, ya sea que haya pagado o no por ellos; y su uso, o consumo, por parte de una persona, no reduce la posibilidad de que otra persona se beneficie también de su existencia. Los primeros bienes públicos que justificaron la existencia del Estado fueron la defensa contra agresiones externas y la seguridad de la vida diaria de las comunidades.
Los Estados sufren de una peste que los afecta a todos: tienden a degradarse y a pervertirse como productores de bienes públicos. Con frecuencia se convierten en herramientas para el beneficio de grupos de interés privado, y así los bienes 'públicos' se convierten en una caricatura. A pesar de este síndrome, la gente no tiene mejor alternativa que el Estado para la provisión de los bienes públicos fundamentales.
¿Cómo financiar el Estado para que tenga capacidad operativa y para que provea los bienes públicos? Prácticamente todos los puntos del espectro político defienden -o aceptan- un régimen tributario de amplio alcance, con progresividad ('el que gana y tiene más, que pague proporcionalmente más') y suficiente para impedir la quiebra del Estado.
Como se sabe, la cosa es fácil a este nivel de generalidad; cuando vamos a los detalles, el diablo aparece con todo su azufre. En un extremo se ponen los que quisieran un Estado a la soviética, y en el otro los que promueven un Estado pequeñito, capaz sólo de proveer el servicio de defensa y el cumplimiento de la ley. Entre los dos extremos hay toda suerte de tonalidades.
Cada punto del espectro político implica un determinado régimen tributario: las clases de impuestos aplicados, el peso de los impuestos indirectos (IVA) dentro del total, la proporción de los impuestos al patrimonio, la participación de los tributos recaudados por los gobiernos locales y regionales, la magnitud global del recaudo tributario... Cada posición político/tributaria le asigna al Gobierno un rol determinado en la vida pública.
Hay que echar todo este cuento, porque ahora se ha puesto en discusión el financiamiento del gasto público en seguridad interna. Los feligreses de la 'Seguridad Democrática' pretenden convertirla en una especie de santuario, de lugar sagrado, que sólo puede adorarse, que es intocable y eterno.
Quisieran que el Estado y la política giraran en torno a ese ídolo. Y se imaginan un tributo especial, una suerte de óbolo, de diezmo, dirigido exclusivamente a financiar la seguridad interna, y ya se verá lo demás. Un regreso al prototipo original del Estado.
Claro que la seguridad interna es un bien público absolutamente esencial para la convivencia y el desarrollo. Obvio que un gobierno responsable y democrático debe prestarle máximo interés a la seguridad ciudadana y a la erradicación de la violencia armada.
Pero es necesario mantener el tema en el terreno político, en la dimensión humana. La seguridad sin accountability, sin justicia, no es propia de una democracia.
Habrá que volver al ABC: la promoción de una sociedad liberal moderna implica la provisión de bienes públicos, incluyendo la seguridad, en un ambiente tributario progresivo y sin los increíbles privilegios que hoy apestan a la sociedad y al Estado colombianos.
El edificio tributario que Colombia ha construido sí que es un monumento a la inequidad y la falta de democracia. Es allí donde hay que aplicar el remedio.
cgonzalm@cgm.com.co
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