El centenario de la Revolución de Octubre vino y se fue sin fanfarria. Le quedan unos pocos cultores, irreconocibles hasta para Vladímir Ilich Uliánov, que son una vergüenza para la humanidad, y algunos aspirantes a replicarla, como el partido Farc. Vale la pena recordar que el ala muy minoritaria bolchevique del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia contaba con representantes electos en la Duma. Era un grupúsculo con visión.
Donde menos se acuerdan de los cañones del crucero Aurora apuntando desde el Neva a la ventana donde se reunía Kérenski y su gabinete, en el Palacio de Invierno el 25 de octubre de 1917 (calendario juliano), es en la propia Rusia. Los entusiastas que deseen solazarse pueden celebrar el 7 de noviembre próximo la verdadera y actual fecha según el calendario Gregoriano. Por el momento, del jolgorio de los soviets en la Plaza Roja solo queda el mausoleo de Lenin, medianamente socorrido por turistas extranjeros y rusos.
La aplicación, por primera vez, en la práctica de las ideas económico políticas de Carlos Marx, versión Lenin, para organizar la sociedad fue –sigue siendo– una calamidad. Las ideas deslumbran intelectualmente por su coherencia interna a partir de premisas falsas, pero han sido la causa de decenas de millones de muertos y escaso bienestar.
La historia no se repite, pero a veces se replica. Los hechos son siempre distintos, las causas se reproducen. El primer elemento revolucionario es siempre la desorientación de la élite. Parafraseando un slogan sindical: la élite unida nunca será vencida. A Colombia mucho le sirvió su unidad de propósitos a lo largo del siglo XX. Cuando temporalmente se descosió hubo de enfrentarse al Bogotazo. Pero la unidad no es suficiente, también hay que merecer la confianza.
Sostener el statu quo es válido, pero puede, paradójicamente, ser el camino más rápido hacia el desbarajuste cuando está ausente un panorama futuro y unos valores incluyentes a largo plazo. Colombia falla. Lo que hay está sumido en el pasado y carente de construcción doctrinaria. La paz, por ejemplo, que concentra las miradas, es apenas un episodio importante: la supresión del mal. No se la puede confundir con propuesta de futuro.
La frustrante sin salida está implícita en la práctica política. Se ha llegado a que las oportunidades y prerrogativas no se asignen por las reglas del bien común y su expresión el imperio de la ley. Cuando la legitimidad del poder se obtiene –desde hace 200 años– por la vía electoral, pero las elecciones se ganan no con la opinión, sino con la clientela, el sistema se corrompe. Las relaciones personales sustituyen la institucionalidad: se toleran los carteles de los pañales, se venden los contratos de obra pública y, peor, se trafica en sentencias judiciales. En el pasado, la élite tenía guías, diques éticos protegían la res publica, pero estos se han resquebrajado.
Las élites, el régimen como la han llamado, ha perdido legitimidad y se ha desconectado de la masa urbana, sobre todo de los segmentos emergentes que ya no creen. La que perdió el zar. La desobediencia civil cunde por toda la geografía patria. El mapa descorazona. El Estado ha renunciado hasta a proveer seguridad jurídica. Don Sancho Jimeno, el héroe de Cartagena en 1697, vivió una etapa de descomposición de España, que, con interferencia externa, condujo a una espantosa guerra civil. Aquí hoy no hay injerencias foráneas, pero sí un grupúsculo visionario que, con métodos heterodoxos, se brinda para sacar a Colombia del caos.