Don Sancho Jimeno de Horozco, militar de carrera, se casó con viuda rica en Cartagena de Indias y se hizo a dehesas y esclavos. Eso lo inmunizó mientras transcurrió su vida en la ciudad en la segunda mitad del siglo XVII, el periodo más corrupto de toda su historia colonial. Se descuidó hasta la defensa de la plaza. Y llegó la destorcida: piratas la arrasaron en 1697, a pesar de los esfuerzos de don Sancho por repelerlos en el San Luis de Bocachica. La desgracia golpeó a los más débiles, porque los de arriba se largaron con sus baúles rebosantes de morrocotas.
La historia se desdobla, con otros actores y otras circunstancias, y se replica. La elección popular de alcaldes ha sido, o por incompetencia o por una corrupción que ha ido creciendo en velocidad e intensidad, una calamidad para Cartagena. Los estamentos sanos de la sociedad han visto con indiferencia desenvolverse el fenómeno, con reacciones esporádicas e ineficaces. La actitud generalizada ha sido ¡fo!, y cada uno a lo suyo. Mientras tanto, en la medida en que han escaseado los bienes públicos ha crecido la pobreza y la exclusión. La gran industria, la responsable del altísimo PIB de Cartagena, ha sido la del ¡fo! mayor, aislada en su torre de chimeneas.
En una democracia madura, el poder del voto sanciona eventualmente la corrupción. No así en las cooptadas urnas cartageneras, que, al contrario, la prolongan a horcajadas sobre la ceguera popular. La indiferencia y a veces la connivencia de los mejores abrió paso, primero al Partido del Consejo y luego al populismo rampante, cooptado él también. El último y vergonzoso episodio se urdió en Valledupar, por expertos, en robar recursos públicos en gran escala. Ellos financiaron, con colaboración local, unos pillos que se hicieron a la alcaldía de Cartagena con la intención de arrasar, como si fueran piratas franceses. Trataron de echarle mano hasta a los sagrados recaudos de las entradas al Castillo de San Felipe, que se dedican, todos, a la conservación de los monumentos militares de la ciudad.
Fue tal la salvaje y sistemática expoliación en el último par de años que hasta los entes de control se dieron cuenta. O mejor, decidieron darse cuenta, porque antes también estaban cooptados. Pescaron a los pícaros con las manos en la masa por un asunto, en apariencia, menor: la elección fraudulenta de la Contralora municipal, cuyo oficio era hacerse de la vista gorda mientras se cometían fechorías. Falta hurgar con más decisión porque la pus derrama a borbotones. Sorprende, por cierto, que la administración encargada, bien sea por designio político para favorecer a algún segmento electoral, o bien sea por imposibilidad para encontrar reemplazos, conserve todavía en su puesto fortines de la administración saliente que, dicen los baquianos, han participado en el saqueo.
Tristemente, no fue la opinión ilustrada de Cartagena la que instigó el que se perfila como un tsunami judicial. No, la iniciativa vino de lo alto, ante lo burdo de la trama. Localmente se contemporizó, como siempre se había hecho, a la espera de influenciar al buenazo de Manolo, el alcalde, mientras su hermano de crianza montaba una ‘bacrim’ desde el poder y retribuía a sus patrocinadores vallenatos. Por lo mismo, aterra observar que lo más asquiento de la clase política cartagenera, con la chequera de financiadores como ‘La Gata’, esté ya montando una coalición para apoderarse de la alcaldía en las elecciones atípicas. Con implicaciones a más largo plazo. Atrapados sin salida.