El candidato Julio César Turbay Ayala podía todavía aludir en 1978 a la corrupción, en sus justas proporciones, implicando que él, rey del clientelismo, se comprometía a mantenerla al nivel de lo “tolerable”. Malabares éticos. No percibía aún que los diques se estaban desbordando. La inundación iba por cuenta de las drogas ilícitas.
El presidente Trump trina, como trinaron todos sus antecesores y sus procónsules antinarcotráfico en Bogotá. No es nada nuevo, ni hay para qué desgastarse en inútiles atufos y justificaciones. Se pierde el foco del verdadero gran reclamo que Colombia debe hacer por la oportunista y fracasada política de interdicción de sustancias alucinógenas proclamada por Richard Nixon en 1971: la corrupción.
Primero fueron los guajiros, pero como ellos hacen parte de la marginalidad colombiana, sus despachos de la que era la mejor maracachafa del mundo, la Santa Marta Golden, se convirtió en motivo de chanza nacional. La mayor molestia eran las agresivas 4x4 y las pistolas a la vista en la atónita Barranquilla. Pasó la bonanza al perderse el mercado por mezclar la marimba con matarratón. Pero dejó un tufillo de corrupción.
Adquirió dimensiones más inquietantes con el inicial maridaje entre la droga y la política, como en el episodio Pablo Escobar y Santofimio, y el sobrecogedor magnicidio del ministro Lara Bonilla. Por otra parte, apareció la DEA, con su burocrática racionalización para existir, que ayuda a torpedear débiles intentos por modificar la absurda política de interdicción. La lucha contra las drogas en geografías ajenas se volvió batalla campal. El ‘plata o plomo’ fue otro peldaño en el descenso hacia la corrupción avalancha.
Colombia, que había construido una sólida reputación de juridicidad, sufrió un duro golpe en la toma del Palacio de Justicia, untada de narcotráfico. Los carteles compraban hasta la guerrilla, la pura. Con la institucionalidad debilitada, la corrupción se introdujo por la fisuras. Combinada con el dinero fácil, no hubo voluntad para atajar la descomposición. Era mucho esperar en un país que bregaba por adaptarse a la modernidad.
Se descabezaban carteles, pero resurgían multiplicados porque su causa última no estaba en Colombia. La interdicción creaba márgenes de utilidad para que fuese demostradamente imposible atajar el tráfico. La corrupción subió al más alto nivel ejecutivo. Si el presidente se torcía para comprar una elección con dineros del narcotráfico, quién iba a guardar la heredad. Proceso 8.000 o no, las reservas éticas se agotaron. De ahí en adelante la permisividad sin compuertas se apoderó del Estado y de la sociedad civil. Don Sancho Jimeno, el héroe de Cartagena en 1687, conoció mucho de artimañas. La suya fue una época de descomposición, pero había un rey y una religión de qué agarrarse. ¿Y ahora?
Y ni hablar, además, de cómo una guerrilla, boqueando después de la caída del Muro de Berlín en 1989, adquirió resuello renovado sumándose a las bandas de narcotraficantes. Fueron 25 años más de muertos y corrupciones por cuenta de la interdicción. Pero estas líneas no son para reclamar por los cruelmente ultimados, que ya sería justo. La indignación de hoy es por las secuelas ocultas de la insostenible política de interdicción.
Existían, por supuesto, semillas infectadas de corrupción antes de Nixon, y hasta quizá no en sus justas proporciones, pero el cortocircuito desatado por una ciega terquedad de EE. UU. ha arrinconado a Colombia en la oscuridad, expuesta a todas las aventuras.