El déficit de la cuenta corriente, 6,2 por ciento del PIB, inquieta. No preocuparse. Es un bache con toque de enfermedad holandesa que ha ahondado el hueco; un rezago por corregir después de crecer per cápita al 3,5 por ciento anual desde el 2004, récord para los decenios de la posguerra. Se viene un periodo de pausa en la expansión de la demanda agregada, que ha sido impulsada por la clase media emergente. Cualquiera que se acerque a los nuevos centros comerciales de todo el país, constatará que hay porcentualmente más colombianos que nunca participando del ponqué. Sobran estadísticas. La bonanza se ha regado y hubiese sido aún más amplia sin el maléfico influjo de la guerrilla.
Trabas aquí y acullá ralentizaron mayores beneficios por los altos precios del petróleo, el carbón y el oro, pero no hay que quejarse. Lideraron, con la calificación de la deuda y la cuasidesaparición del riesgo país, los más amplios flujos de capital extranjero de la historia colombiana. La liquidez internacional y la generosidad de los compatriotas en el exterior redondearon una década nunca vista.
El globo se distiende y transcurrirán trimestres en que la economía va a funcionar por debajo de su potencial, sin pánico. Si se siguió creciendo durante la crisis financiera global, un desmadre mucho más pronunciado que el actual, se puede razonablemente predecir que la desaceleración vendrá sin shocks. El optimismo parte de considerar que Colombia cuenta con el más sólido marco de política económica y regulación de su historia.
Don Sancho Jimeno, el héroe de Bocachica en 1697, bendecía, para pasar malos ratos, que la estructura institucional del imperio estuviera sustentada por el derecho divino a reinar de Carlos II. Daba garantías. No se sugiere que el Banco de la República y, mucho menos, el Ministerio de Hacienda, estén ungidos con el crisma celestial, pero frente a la desconfianza en los tres poderes tradicionales del Estado, los roza el ángel.
Varias son las bendiciones: el objetivo de inflación del 3 por ciento a largo plazo y el manejo de la tasa indicativa para lograrlo, sin perjudicar el crecimiento; la moderación de la revaluación con las compras programadas de divisas, mientras que al mismo tiempo se acumulaban reservas, que bien útiles son ahora; su fe en la flexible tasa de cambio nominal, que amortigüe el deterioro –no va a ser cosa de un día– en términos de intercambio.
Del lado de Hacienda, van las jaculatorias por la Regla Fiscal, capaz de meter en el frasco hasta la mermelada, y la valentía para hacer el primer ajuste al régimen de pensiones, que amenazaba con descuadernar todas las cuentas fiscales. Calladamente, asoman, además, las virtudes de adherirse a un Marco Fiscal de Mediano Plazo, en el cual el futuro sofrene las apetencias del momento. Y para complementar la institucionalidad económica y financiera, está la regulación técnica que, si bien nunca será infalible para contener trúhanes, ha metido en cintura a los traviesos y velado por la solvencia de los intermediarios.
Instituciones económicas de peso son el faro que alumbra. Su luz será más que necesaria para los cierres financieros de las vías estructuradas por la ANI que, con el resto de las locomotoras apagadas, están ya siendo motor contracíclico, además de puente para la productividad (¡oh, magistrados extraterrestres!). Su éxito, que arrastrará la economía por muchos años, depende de la credibilidad de las políticas que dejó la década y de su continuidad, barca robusta, así el viento haya amainado.
Rodolfo Segovia
Exministro - Historiador
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