Hace dos meses, en Christie’s, se remató la corona de los Andes por 2,2 millones de dólares. La adquirió el MET (Metropolitan Museum of Art, de N. Y.), como una de las piezas más significativas de la orfebrería hispanoamericana. En las grandes ocasiones, la portaba sobre sus sienes desde el siglo XVI la muy venerada Virgen de la Inmaculada Concepción de la catedral de Popayán. Pesa 2,5 kilos de oro y la adornan 443 esmeraldas, algunas muy raras, en forma de aguacate.
La Cofradía de la Inmaculada Concepción, custodio de la Corona, se remontaba a los tiempos del fundador de Popayán, Sebastián de Belalcázar. En tiempos más sencillos que el presente, se demostraba piedad y munificencia fundando conventos y enjoyando imágenes de los pasos de las procesiones. La Cofradía se enriqueció con legados píos. Bienes que, a pesar de la aprehensión de la Iglesia, permanecían desde siempre guardados en las casas de familias linajudas. Los depositarios, pese a la aprehensión de la Iglesia y el rey, “llegaron insensiblemente a considerarse como dueños…”.
El virtuoso deán de la catedral, Emiliano López, nota la ausencia de la corona el día de las velitas de 1933. Son tiempos difíciles. La orgullosa Popayán viene en franco declivio. En 1914, el síndico de la Cofradía había solicitado al Papa autorización para enajenar la corona de la Virgen y con su importe “fundar un asilo de ancianos”. Se otorga, pero con supervisión episcopal. Entre tanto, la corona interesa al comerciante de joyas Warren Piper desde cuando es exhibida en la exposición Panamá-Pacífico, en San Francisco.
Camuflada en el cilíndrico empaque de un cubilete, si bien con todos sus papeles de exportación en regla y la obligación de repatriar las divisas de la venta, la corona zarpa para EE. UU. en lujoso Santa de la Grace Line. Un año después, la arquidiócesis conmina a Manuel Olano, síndico de la Cofradía, a restituir una larga lista de alhajas y bienes destinados al culto de la Virgen, que incluye la corona. La respuesta se alarga. El arzobispo destituye al síndico de su cargo e interpone recursos judiciales.
¡Escándalo! La sociedad se divide. Eso de inculpar a una blasonada familia no tiene antecedentes. Y, además, ¿dónde están las pruebas de que la corona no le pertenecía después de tantos años bajo su custodia? Según la tradición, cuando más atribulado se encontraba el arzobispo, el buen deán Maximiliano, el que había notado la ausencia de la corona unos años antes, se topa con los documentos probatorios al remover los cajones de un armario rebelde. Gentes piadosas hablan del milagro del armario.
El juez tercero de Popayán, en un enjundioso fallo de 1937, condena a Olano a restituir todos los bienes de la Cofradía a su cargo, incluida la corona: era patente que los síndicos no eran más que tenedores de propiedades eclesiásticas. Don Sancho Jimeno, el héroe de Cartagena en 1697, hubiese aplaudido a rabiar.
La corona, empero, ya había sido vendida a un sindicato promovido por el tenaz Mr. Piper. Los compradores anuncian la adquisición, con gran despliegue, en el Waldorf-Astoria, el 8 de junio de 1936, de donde parte a una triunfal tournée de exhibición por Estados Unidos. Las gentes se agolpan para contemplar la maravilla.
A la curia le endosan los créditos remanentes de la venta. A Olano, a quien aqueja una terrible enfermedad, se le condona el faltante, en atención a sus servicios a la Iglesia. Parte de lo recuperado va al nuevo palacio arzobispal. El asilo de ancianos no se construye. ¡Colorín colorado!
La corona de los Andes
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