Tremendo regaño se han llevado este y anteriores gobiernos por parte de la Comisión de Expertos para la Equidad y la Competitividad Tributaria. Compuesta por economistas y abogados de las más altas calidades, en una combinación de brillo y veteranía, ha desnudado el enorme daño que la normatividad tributaria le ha infligido al país durante décadas. No hay pecado que no se haya cometido.
La tributación colombiana ni contribuye a la redistribución del ingreso, ni estimula el crecimiento económico. Además, es inequitativa. La profusión de privilegios, que una vez obtenidos han sido casi imposibles de desmontar, crea contribuyentes favorecidos y distorsiona la competencia horizontal entre personas en una misma actividad. Las tarifas, altas de por sí para estándares internacionales, son rey de burlas; ridículo lo que efectivamente ingresa en las arcas del Estado.
Ante la incompetencia institucional para el recaudo, los gobiernos han optado por la fácil: cuatro por mil, impuesto a la gasolina, cuerpos élites para los grandes contribuyentes, exacciones sobre el patrimonio. Es la ley del menor esfuerzo que golpea el aumento del PIB con gravámenes antitécnicos. Las cargas sobre la riqueza son, a más de torpes, en especial hirientes, pésima señal de un Estado tramposo. A cambio de su eliminación, hace 25 años se invitó a los colombianos a legalizar capitales ocultos. Conejo. En el 2003 y con la anuencia de los impactados, se reactivaron para combatir a la subversión. Aportaron más que el cacareado Plan Colombia. Su perezosa prórroga para atender ahora el día a día de la administración, destruye credibilidad y aviva la elusión y la evasión.
Angustiados fiscalmente, los gobiernos han pasado por alto que la tributación es una herramienta de política económica y social. Las numerosas reformas tributarias rara vez van acompañadas de consideraciones sobre equidad, progresividad o crecimiento del PIB. Solo se habla del hueco fiscal y de perogrulladas sobre eficacia en la recaudación.
Aterra que el estado de la tributación en Colombia se parezca tanto a 1697, cuando don Sancho Jimeno defendió Bocachica. Los principales impuestos de entonces eran la alcabala (a todas las compraventas), el almojarifazgo (aduanas) y, más tarde, el monopolio (estanco) del tabaco y el aguardiente. De los diezmos, destinados a los eclesiásticos, también participaba el rey. Nobles, funcionarios reales y la clerecía estaban exentos. Todo aquello era vilmente regresivo, pero se aceptaba a regañadientes, hasta cuando los Comuneros de 1781 se alzaron en armas. La corona percibía tributos para la defensa de los reinos y gastos de su gobierno y corte.
La Constitución de 1991 dispuso la salvaguardia del Estado a los derechos fundamentales, hasta donde alcanzara. Las cortes han ido más allá. Como consecuencia, el gasto público ha pasado del 10 al 20 por ciento del PIB, con grandes avances en cobertura. El esfuerzo fiscal, en cambio, ha sido mucho más modesto. Las bonanzas minero-energéticas aportaron buena parte de los recursos; primero Cusiana y, en los últimos 10 años, el boom en precios y producción de petróleo. Llegó la hora de la verdad.
Los comisionados no hacen recomendaciones en este su primer informe, pero el diagnóstico desnuda la intención. La reforma tributaria integral adquiere carnes. Falta insuflarle voluntad política. Se teme que la entierren en el hueco sulfuroso de las finanzas públicas y el país se quede sin el pan de la redistribución y el queso del crecimiento económico.
Rodolfo Segovia
Exministro - Historiador
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