Retomo con el mismo título la columna que mi padre, Mario Calderón Rivera, escribió en El Tiempo hace 25 años, cuando se estrenaba la presidencia de César Gaviria.
En ella advertía que “la década perdida de los 80, estuvo signada precisamente por ese síndrome pernicioso. Más que el resultado de lo que se hizo, ese saldo negativo fue la consecuencia del costo de no hacer. En el caso colombiano abundan las lecciones de este rango, que parecería característico de la condición humana”.
Y citaba como los mejores ejemplos la falta de la carretera al Llano, cuya carencia en su época producía al país pérdidas anuales por más de 45 millardos de pesos, monto nada despreciable para una economía mucho más pequeña que la de hoy.
También mencionaba el enorme costo de no ampliar en su momento el puerto de Buenaventura, dotarlo de una vía alterna de acceso y construir un puerto alterno sobre el Pacífico para atender los retos de abrir el país hacia Oriente en el siguiente siglo.
Cinco lustros después, la ampliación es tímida, y el costo de no hacer el puerto de Tribugá es mantener a la población de Chocó en la pobreza absoluta, detener la competitividad del occidente colombiano y permitir que los vecinos y aliados de la -vaya ironía- Alianza del Pacífico, nos den sopa y seco en los mercados más dinámicos del mundo al otro lado del mar.
Seguimos y seguiremos sufriendo los enormes costos de no hacer, con el atraso y la pobreza que ello trae. El mejor ejemplo actual lo tiene Bogotá, esa enorme ciudad que de pronto, sin que nuestros políticos se dieran cuenta, se volvió más grande que muchos países. Bogotá ya es más poblado que el Londres de los años 50, o que los cinco distritos que componen hoy a Nueva York. Y con eso, la capital de Colombia no tiene un sistema eficiente de transporte público y la construcción de su metro (ojalá elevado) sigue siendo tema de debates, sesudos estudios y mezquinos conflictos de interés.
Mientras tanto, los bogotanos pagan el costo de no hacerlo con eternos tiempos de desplazamiento, asfixiantes humos negros de buses destartalados que operan con combustibles fósiles, y vándalos contratados por quién sabe qué ex-alcaldes para entorpecer su precario funcionamiento. Solo hay que imaginar lo que cuesta no hacer el metro multiplicando las horas perdidas por la productividad de la gente, o los costos a la salud pública porque respiramos un aire que no pasaría estándares de calidad ni siquiera en el apogeo de la revolución industrial del siglo XIX.
Y el otro caso que apenas mencionaré, por falta de espacio, es el costo de no iniciar proyectos de generación de energía de fuentes renovables no convencionales. Persistir en el esquema de ampliar la capacidad de generación con termoeléctricas, que solo producen el letal dióxido de carbono, o con hidroeléctricas, que solo operan con agua que parece que no poseemos en tanta abundancia como decimos, es negar la tendencia mundial de cosechar las energías limpias de la naturaleza.
Los recursos del famoso cargo por confiabilidad, que tienen que aparecer ‘sí o sí’, y cuando ello suceda, el país debe pensar en invertirlos en estos nuevos proyectos, pues el racionamiento que ya empieza es el evidente costo de no haberlos hecho cuando era lo prudente. Para ello fue creado el famoso impuesto y el paradero de esos recursos no puede seguir siendo un misterio.
*Economista
sercalder@gmail.com
Sergio Calderón
El costo de no hacer
Seguimos sufriendo los enormes costos de no hacer, con el atraso y la pobreza que ello trae. El mejor ejemplo es Bogotá.
POR:
Sergio Calderón Acevedo
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