En sus últimos días, el historiador Germán Villate me enseñó que la connotación de la palabra ‘arribismo’ en Bogotá era buena.
La gente quería ser reconocida como arribista.
Los comerciantes exitosos que trajo la urbanización armaron una nueva élite en barrios alejados del marco de la plaza de Bolívar. No eran los de arriba, eran arribistas. Los que estaban llegando arriba.
Lo mismo ocurrió en las ciudades industriales del mundo, y esa clase arribista transformó, como un bulldozer, la percepción de lo que era deseable socialmente.
El fenómeno burgués. En nuestras charlas con Germán no alcanzamos a dilucidar qué había cambiado para que el arribismo pasara casi a ser un insulto.
Un tiempo después, la trilogía de la Conquista de William Ospina trajo una revelación para mí. No tener algo que lo ligase a uno con los de arriba significaba la muerte.
No el esnobismo de vestirse como los conquistadores, sino la desesperanza y la incertidumbre que crecen con cada centímetro de distancia respecto de ellos. Parecer lo menos mestizo posible, vestir lo más cercano a los usos de los de arriba y una cantidad de mecanismos cada vez más refinados que por representar la vida o la muerte terminaron siendo parte de nuestro ADN.
Pero la historia nos jugó una pasada macabra desde el principio. Ninguno de nosotros, ni siquiera los conquistadores, era de arriba.
Nos quedamos a vivir nuestra historia siendo arribistas alrededor de un arriba que nunca supimos dónde estaba; inventando mecanismos arribistas para salvar el pellejo, compitiendo para tomar el lugar de ese arriba o reaccionando para no tomarlo.
En nuestro ADN se grabó simultáneamente saber que nunca se es de arriba, solamente arribista, y la necesidad de debilitar los mecanismos arribistas de los demás, que es lo que permite que subsista la idea de que hay un arriba.
La primera vuelta de esta campaña presidencial me dejó confundido: ¿cómo es posible que a la gente no le preocupe el impacto del conflicto sobre aquellos que pagan sus costos en sangre? Si el gran enfrentamiento entre los dos candidatos obedece a la visión de cada cual sobre el conflicto, ¿cómo puede ser que aún la gente crea que los dos continuarán por igual con los diálogos de paz? Creo que lo que ocurre es que la campaña ha sido tan agresiva, que ha sacado nuestro ADN a flote.
Lo mostró William Ospina en su columna de El Espectador refiriéndose a Santos: “siento que no hay nada más urgente que decirle adiós a esa dirigencia elegante, desdeñosa y nefasta”. Es decir, que hoy la historia encuentra caldo de cultivo para jugarnos la misma macabra pasada: más muertos navegando por los ríos porque no queremos reelegir al odiado de ese falso “arriba”.
Al llegar al extremo, esta elección no es por la paz o sobre el estado de la economía. Tampoco sobre las virtudes o defectos de los candidatos. Es para responder al llamado de nuestro ADN, que nos dice que los mecanismos arribistas de los otros se deben debilitar para asegurar nuestra supervivencia.
Seguimos creyendo que hay un arriba al que queremos llegar o derrotar. Creo que ese es el dilema de los votantes en esta elección extrema: ser o no ser arribistas.
Tito Yepes
@titoyepes
Investigador Asociado de Fedesarrollo