El Plan Colombia siempre fue un matrimonio de conveniencia entre dos socios con agendas compatibles pero diferenciadas. Para Colombia, su objetivo primordial era antiinsurgente. Estados Unidos sólo lo incorporó, como meta segunda, tras septiembre 11.
Combatir las drogas, objetivo primordial de EE. UU., era visto por Colombia como un medio para un fin. El narcotráfico había 'oxigenado' a la guerrilla y, muy especialmente, a las Farc desde inicios de los setenta, en la época marimbera, y socavar esta fuente de ingreso la debilitaba.
Al convertirse el paramilitarismo en otro actor esencial del narcotráfico, la lucha antidroga pudo ser vista como una estrategia eficaz contra la violencia organizada como un todo, así Daniel Coronell arguyera en abril del 2006 (Semana: 'El mapa del fracaso'), que la erradicación de Plan Colombia apuntaba a zonas coqueras farianas y no paramilitares. Sea cual fuere el caso, así no ocurre hoy por hoy.
Durante el 2002-2010, el Plan Colombia era visto por el Gobierno Nacional como el elemento de la Política de Seguridad Democrática que concentraba la cooperación antidroga y antiinsurgente de EE. UU. Representaba originalmente el 30% de su costo total, incluido el llamado 'Componente Social'. Este porcentaje ha bajado a la mitad por la caída en la contribución de EE. UU.
Quienes en Colombia plantean que 'ponemos los muertos' para ayudar a resolver un problema del Primer Mundo -o la represión antidroga de Colombia es ineficaz porque los cultivos coqueros erradicados acá se desplazan a Bolivia y Perú- toman la unidad de observación que no es. Nuestra lucha antinarcóticos apunta a sanar la violencia en Colombia y no el consumo mundial de drogas.
Como lo escribíamos en septiembre del 2006 (PORTAFOLIO: 'Plan Colombia: porqué sí sirve'), "ara cada grupo humano de Colombia, resulta válido extirpar la droga de su entorno, así otros la sigan produciendo". Esta necesidad es particularmente crítica para nuestros grupos étnicos, duramente maltrechos por el conflicto interno.
En debate de coyuntura económica de mayo del 2009, evocado por el autor en diciembre de ese año (PORTAFOLIO: 'Plan Colombia III'), el economista Daniel Mejía, y el entonces viceministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, hoy secretario general de la Presidencia, mostraron que el costo marginal de luchar contra la droga, cuando el Estado emprende la ocupación integral del territorio nacional, era eso mismo (marginal).
Nada le quitaría a este hecho el que la cooperación antidroga de EE. UU. a Colombia se reconcentrara en controlar flujos transfronterizos (armas, precursores, droga, dineros) y ambos países redefinieran su relación en torno a prioridades ampliadas, más representativas de la 'nueva Colombia'.
Legalizar consumo y posesión personal de drogas dentro de ciertos límites es una cosa: casi todos los profesionales de la salud y muchos países insisten en tal caso, con razones robustas, en un estricto control médico. Otra cosa distinta sería legalizar su comercialización y producción.
Ello no sólo contravendría dos de las tres grandes convenciones internacionales en la materia (1961, 1971): con control médico río abajo, tampoco permitiría eliminar las rentas del negocio y la criminalidad y violencia conexas, como lo anhelan economistas liberales, ex jefes de Estado y Semana. El tipo de legalización éticamente factible no acabaría con el narcotráfico en Colombia y el mundo.