Es un personaje fundamental en el Biohotel Organic Suites, que ya es de hecho una propuesta de asombro. Orgánico, también, si se puede decir. Con su overol azul y su camisa a cuadros es el amo y el servidor de la huerta vertical, donde moran como reinas verdes 740 plantas de 40 especies y 11 aromas.
Carlos Alberto Rojas las riega una por una como si una madre les diera de beber a sus hijos. Y habla con pertinencia de sabio de las características y propiedades de los cuatro tipos de albahaca y de lechuga y de las cuatro variedades de ají. O del poleo, la stevia o el citrón, cuyas hojas él mismo desgaja con cuidado para que los visitantes prueben la maravilla y el poder de la naturaleza.
Y no deja de pregonar que todo lo que hay ahí se ha hecho con lo que hay ahí. Una práctica de la teoría que aprendió leyendo al filósofo austríaco Rudolf Steiner y su noción de la agricultura biodinámica, que este hombre con segundo de bachillerato y una historia de película resume en el papel prodigioso de la lombriz, que transforma la tierra y él considera el símbolo del amor por sus siete corazones.
con el primer recuerdo
Le pregunto cuándo nació, y no me remite a un período entre el 21 y el 24 de febrero de 1957 en Calima El Darién, Valle del Cauca. No. Para él, Carlos Alberto Rojas nació el 7 de septiembre de 1971, en las vacaciones de segundo de bachillerato, a la orilla del Lago Calima y en la impotencia ante unos gritos distantes.
Era el menor de los hijos de Leonila Rojas. El mimado. Desde niño, ella –que jugaba ajedrez– lo tomaba entre sus brazos después del almuerzo, le limpiaba las orejas y le contaba historias de El Quijote, de Las mil noches y una noche, el repertorio tierno de Selecciones del Reader’s Digest.
Ese día ella ha subido a una barcaza, con uno de sus cuatro hermanos y otros parientes que están de visita. Carlos Alberto está plantado en el borde, y desde allí ve cómo el agua, en un vacío traidor, se la traga a ella, a todos. Tiene 14 años. Y se ha quedado solo y solo quiere irse lejos. Lejos de esa tierra donde cada hermano tenía un árbol asignado para su cuidado y en la edad primera había aprendido los secretos vegetales.
Bravo con la vida se va para Cali. A habitar la calle. A hacerse amigo del ayuno. A entender que tener una cobija es la mayor riqueza y el que el cartón es el mejor amigo térmico de los desheredados. Trabaja en el “sifoneadero” del futbolista paraguayo César Santomé en el centro candente. Vende, sabe hablar, comunicar. Y comienza una travesía de vida, de ciudades y actividades como traductor simultáneo, como profesor de computadores. Hasta hace dos años, cuarenta años después, cuando estaba en una parcela en Popayán. Y allí lo encuentra un llamado de Samuel Huertas, mire usted, “Huertas”, el creador del Biohotel. Lo oye por la radio en la voz de César Augusto Londoño. Hace el contacto. Y se viene para el extremo frío a continuar su vida de amor con las plantas.
DE LAS PLANTAS AL DESCUBRIMIENTO PEDAGÓGICO DEL AJEDREZ MÁGICO
Carlos Alberto Rojas piensa que las plantas más importantes son la manzanilla, la milenrama, la cola de caballo, la ortiga, el diente de león y la valeriana. No solo por sus efectos en los humanos: también por los campos magnéticos que crean para sus hermanas vegetales. Se inventó las TorrEras. En cajones que se sobreponen siembra desde tomates hasta romero y tomillo. Es una excelente y vistosa solución para las huertas caseras. Y como un jardinero fiel a la siembra de su madre inmortal, pasó años creando lo que es hoy el Ajedrez Mágico. Las figuras son animales que conforman una pedagogía amorosa para interesar a los niños en este deporte.
Carlos Gustavo Álvarez G.
Especial para Portafolio
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