El Guaviare es un río peculiar. Desde su origen, en la confluencia de los ríos Guayabero y Ariari, pocos kilómetros arriba de la ciudad de San José, hasta su desembocadura en el Orinoco, más de mil kilómetros aguas abajo, no recibe prácticamente ningún afluente. Sobre su margen izquierda están los pastizales de las llanuras del Meta y el Vichada, mientras que al lado derecho empiezan las tupidas selvas amazónicas.
Podría parecer que la principal función del río Guaviare es la de servir en los textos escolares de límite entre Orinoquía arriba y Amazonía abajo.
No deja de ser curioso que unos pocos kilómetros al sur de San José del Guaviare, la capital de este departamento creado por la Constitución del 91, las aguas ya no busquen el río Guaviare, y por ende el Orinoco, sino que fluyan hacia el lejano Amazonas, por ríos como el Vaupés o el Apaporis.
Cuenta la historia oficial que el 19 de marzo de 1910, en tiempos de ‘La Vrágine’ y de las caucherías de la Casa Arana, llegó a este sitio un grupo de colonos y lo bautizaron San José, por ser ese su día en el santoral.
Por décadas fue un caserío más, que no pasaba de 10 o 12 casas. Pero su situación estratégica sería luego reconocida: Orinoquía y Amazonía están aquí a sólo unas jornadas de camino.
La primera bonanza de San José llegó durante la Segunda Guerra, cuando los americanos se interesaron en el caucho amazónico y constituyeron la Rubber Corporation.
Los gringos vieron en este puerto fluvial su mejor entrada al corazón cauchero del río Vaupés, cuyas aguas llevan al río Negro y con este al Amazonas, justo al frente de Manaos.
Ellos fueron los encargados de construir la carretera que del pueblo se dirige al sur, buscando las fuentes del río Vaupés en el pueblo de Calamar.
Pero el paso de caserío a pueblo tomaría unos años más. Dos grandes migraciones de campesinos distingue en los años 50 y 60. Alfredo Molano, en su historia de la colonización del Guaviare, cuenta que “por el Guayabero llegó la colonización armada; por el Ariari, la espontánea.
Ambas son campesinas y se han originado en la violencia; la primera es organizada y responde a un mando y a un propósito común y deliberado; la segunda es inorgánica y, más que metas explícitas, acaricia sueños difusos.”
Entre tanto la gente vivía del “tigrilleo”, del comercio de pieles. Un sólo cazador –aseguran– mató 1.500 tigres.
También se fueron miles y miles de dantas, nutrias, boas, caimanes, babillas, y hasta los monos que empleaban como cebo para atraer a los felinos. Un día llegó la marihuana, primero; la coca, después.
En ese entorno al Séptimo Frente de las Farc le quedó fácil tomar el control en un amplio territorio selvático en donde no había Estado y en gran medida se vivía en la ilegalidad.
Aquellos tiempos del auge de la coca están plagados de recuerdos grises: docenas de buses llegaban cada día de Villavicencio cargados de ‘raspachines’; había centenares de operaciones aéreas diarias en los aeropuertos de San José, Calamar y Miraflores; en los burdeles y cantinas se pesaban bultos de billetes verdes, mientras que volquetadas de cadáveres de NN eran descargados en el cementerio local aguardando necropsias en masa. Hoy San José vive un tiempo de calma.
Y así, conviven aquí, en su Parque de la Constitución, no sólo el paisa con el costeño y el opita con el santandereano, sino la turbulencia de un pasado reciente, con el optimismo de un mejor porvenir.
Diego Rosselli
Especial para Portafolio