Tal como se esperaba, dadas las circunstancias que rodearon su preparación y expedición, la reforma tributaria se centró en incrementar los recaudos a través del IVA. Trae algunas novedades, pero no se puede decir que se logra un sistema tributario estructural, simple, moderno y eficiente. Como hechos positivos, se advierte la simplificación de los impuestos sobre las rentas de trabajo y sobre las sociedades, corrigiendo errores recientes. Las primeras van a tributar más, debido a la nueva limitación de los beneficios, mientras las segundas ven reducidas las tarifas.
El monotributo es una buena idea, pero para que surta efectos concretos debería ser obligatorio y estar acompañado de medidas que reduzcan las cargas burocráticas, por ejemplo, liberando a las pymes y las microempresas de las inútiles y engorrosas NIIF.
En esa misma dirección, pueden ser positivas normas como la que unifica los formularios de las declaraciones de industria y comercio, la que crea una especie de procedimiento simplificado para la revisión de las declaraciones de renta de los pequeños empresarios y la que agiliza la corrección de las declaraciones con saldos a favor.
Poco se hizo para cerrar la llave de las prebendas. El tímido gravamen a los dividendos es proporcional y no progresivo, y se mantienen los beneficios para las rentas de capital, como intereses y venta de acciones. Las zonas francas gozan ahora de mayores beneficios. Es absurdo y contrario a la neutralidad y a la equidad que se reduzcan los impuestos de determinados contribuyentes de manera discrecional, mediante una simple resolución, desoyendo las recomendaciones de los organismos internacionales.
Esta es una de las herencias fatídicas de la llamada “confianza inversionista”, que junto con las exenciones eternas y los contratos de estabilidad tributaria se atraviesan como mulas muertas en el camino de la equidad tributaria.
A pesar de que se advierten intenciones de cerrar coyunturas de evasión y elusión, como las relativas a la amortización del crédito mercantil y los costos en concesiones y en explotación de recursos naturales, se queda en el papel en este último caso, porque aplaza la decisión por diez años más, gracias a los lobistas, tal como viene ocurriendo desde 1974; un oso similar al del gravamen a las bebidas azucaradas.
La Dian no va a ser más eficiente porque lo diga la ley, ni la evasión se va a acabar como resultado de la penalización. Mientras la legislación tributaria siga creciendo en volumen y en complejidades, ajustada a las conveniencias de los diferentes sectores antes que al interés del país, ninguna administración tributaria va a funcionar debidamente. Por supuesto, es urgente dotarla de sistemas informáticos modernos y funcionales. Resulta insólito que cuanto más se facilita y tecnifica el procesamiento electrónico de datos, los contribuyentes ven aumentadas y agravadas las cargas administrativas. Tampoco es bueno que la fiscalización se concentre en negar las devoluciones; esa actitud le resta credibilidad a la Administración y aumenta la desconfianza en la justicia. La misma desconfianza que atenta contra la efectividad de la penalización de la evasión, particularmente si su aplicación está llena de dudas, como ha manifestado el Fiscal General de la Nación.
Horacio Ayala Vela
Consultor privado
horacio.ayalav@outlook.com
Una reforma masiva
Tampoco es bueno que la fiscalización se concentre en negar las devoluciones; esa actitud le resta credibilidad a la Administración.
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