Al tiempo que la ayuda internacional empieza a llegar a cuentagotas, el drama de Haití no hace más que aumentar. De un lado está el desafío de los equipos de rescate, interesados en sacar de los escombros al número mayor posible de sobrevivientes del terremoto que arrasó con el país caribeño en la tarde del martes pasado.
Del otro está el tema sanitario que obliga a enterrar a las miles de personas fallecidas, cuyos cuerpos siguen apilados en la calle. Según el presidente René Préval, ya han sido sepultados 7.000 cadáveres, pero quedan todavía muchos más. Un estimativo de la Cruz Roja habló ayer de 45.000 decesos, una cifra descomunal en un país de 9 millones de habitantes.
Como si lo anterior fuera poco, también hay que añadir el reto que representan los damnificados. Se calcula que unos tres millones de personas quedaron sin techo y sin medios de subsistencia, por lo menos en el corto plazo.
Proteger a los haitianos de las inclemencias del tiempo y desarrollar los sistemas para alimentar a los sobrevivientes es un trabajo enorme para cualquier gobierno y más todavía para uno que quedó prácticamente desmantelado con el sismo.
Por último queda un reto descomunal. Este es el de asegurar que los fondos de la reconstrucción existan y que ésta tenga lugar evitando los errores del pasado y las prácticas corruptas de los funcionarios venales.
Para que ello ocurra, resulta indispensable que la comunidad internacional, sin duda conmovida por lo ocurrido, entienda que se requieren programas de largo plazo.
Dicho de otra manera, aparte de frazadas, carpas y comida, es indispensable la buena administración. De lo contrario, al embate de la naturaleza se puede sumar el de la incapacidad de los gobernantes de darle a su pueblo las respuestas que una tragedia de esta magnitud merece.