"En la temporada de San Valentín nuestra finca genera un 40% de las ventas del año", dice José Restrepo, gerente y dueño de Ayura-Eclipse Flower, ubicada en Tocancipá, 20 km al norte de Bogotá.
En esa granja, que abarca 25 hectáreas, laboran unos 300 trabajadores, que en las semanas previas al 14 de febrero, Día de los Enamorados, son apoyados por temporeros para poder completar el objetivo de enviar un millón y medio de tallos al extranjero.
"Más o menos el 70 por ciento son mujeres, yo diría que de ese 70 por ciento, un 80 por ciento son madres cabeza de hogar", señala Restrepo.
Janith Zambrano es una de ellas. "Tengo mis tres hijos y gracias a las flores los mantengo, les llevo el sustento día a día", afirma, aunque pese a pasarse el día entre rosas no imagina recibir ella misma un ramo este viernes.
En la sabana los invernaderos cubren el paisaje que se ve dividido geométricamente por las tiendas que cobijan a las flores y brillan como un mar de plástico.
Allí se produce el 76 por ciento de las flores que Colombia exporta para la temporada de San Valentín, unos 500 millones de tallos en total, según cifras de 2013 de la Asociación de Exportadores Colombianos.
Colombia es el segundo mayor exportador de flores del mundo, después de Holanda, según la Federación Nacional de Comerciantes y esta industria genera en el país 130.000 empleos estables y 10.000 temporales.
Las flores van principalmente a Estados Unidos, que acapara 76 por ciento de los envíos, seguido de Rusia (5%), Japón (3%), Reino Unido (3%) y Canadá (2%). La industria floricultora colombiana facturó 1.000 millones de dólares el pasado San Valentín.
En esta fecha, la finca Ayura vende sus rosas a 0,94 dólares, mientras que el resto del año los compradores pagan 0,34. 22 ramos por hora a ritmo de salsa.
Un mes antes de San Valentín comienza una temporada intensiva en las granjas, que deben cosechar, clasificar y empacar los tallos para que sean embarcados a tiempo para que enamorados cumplidores puedan regalar la ilusión de unas flores a sus parejas.
En el lugar de la finca Ayura donde se arman los ramos, Marta Cobas hace unos 22 arreglos por hora. Las flores "terminan en otras manos, bien lejos, y en el bienestar de mi familia", dice mientras retira algunos pétalos ennegrecidos.
Restrepo, en cuya finca el lema "Trabajo con esmero es trabajo para siempre" se lee en varias partes en castellano y en inglés, valora especialmente el trabajo de sus obreras, que ganan poco más del salario mínimo, establecido en unos 321 dólares mensuales. "Son muy detallistas, (...) le ponen amor a las cosas", afirma.
Las obreras limpian de espinas los tallos, los miden y los clasifican por su tamaño según su precio en el mercado: mientras más largos, más caros.
Toda el proceso es realizado con una delicadeza extrema para no dañar las rosas, que pueden llegar a costar 150 dólares por docena en una ciudad como Nueva York. Para Restrepo, la salud de sus trabajadores es muy importante, lo que contrasta con la realidad de miles de temporeros y de obreros regulares de una industria en la cual las enfermedades profesionales por los movimientos repetitivos son frecuentes.
En el galpón de trabajo suena ininterrumpidamente una emisora de salsa, que sólo se apaga en los descansos, cuando una terapeuta ocupacional dirige un baile compuesto por movimientos de los brazos y de los hombros.
A esa hora, los obreros que trabajan en el frigorífico donde se almacenan las flores salen de las cámaras y mueven sus brazos rítmicamente, como si participaran en la coreografía de un musical. "Yo creo que las flores han sido una opción para esas mujeres que normalmente, hace unos años, tenían como única salida emplearse como domésticas", concluye Restrepo.
AFP