Recientemente, varios directivos de empresas internacionales de productos de lujo han venido a Colombia para conocer, de primera mano, al país que se está convirtiendo rápidamente en un mercado prioritario para esa industria a nivel mundial. Claramente, los objetivos de las empresas del lujo han cambiado sus prioridades y, si bien los mercados emergentes de China e India han desplazado a los europeos, norteamericanos y japoneses, los latinoamericanos están en la mira de toda la industria.
La rapidez con que Bogotá se ha desarrollado en el refinado y exclusivo mundo del lujo ha hecho que adquiera prestigio mundial y se considere ya el tercer mercado más importante de Latinoamérica, después de Sao Paulo y Ciudad de México.
El número de personas con alto poder adquisitivo se ha incrementado sustancialmente en los últimos años por la estabilidad, la considerable mejora en los índices de seguridad y la confianza en el país. Mercados como Buenos Aires, Caracas y Lima ya no son tan interesantes para este tipo de inversionistas.
El lujo, ese ramo de la industria y del comercio, ha existido siempre en nuestro país, pero la cultura del lujo es la que se ha desarrollado muy satisfactoriamente en los últimos años.
El perfeccionamiento de las necesidades básicas, el refinamiento en la satisfacción de estas y el deseo por mejorar sus productos son apenas conceptos básicos de lo que significa el lujo. Casi todos los segmentos de la industria ofrecen hoy productos premium y el mercado los consume ávidamente.
El lujo es, sin duda, algo innecesario, pero que conduce al placer y al confort. Es algo que excede lo esencial y que se destina a mejorar las condiciones aspiracionales innatas de los seres humanos.
Es por eso que nuestra reflexión debe enfocarse en la racionalización de los productos de lujo, con visión amplia y aplicable a todos los segmentos de nuestra vida diaria. La arquitectura es un gran ejemplo de cómo, en aras de proveer un componente adicional a lo necesario, ofrece -sin despilfarro- soluciones a los espacios de vivienda, trabajo y descanso que exceden lo básico y se convierten en opciones de lujo. En la industria automotriz cada día vemos más y mejores automóviles, con más y mejores "extras" que son, en realidad, lujos.
En la gastronomía, tan agradablemente desarrollada recientemente en Bogotá, el lujo es evidente en la variedad de restaurantes, de platos especiales, de vinos exclusivos, etc. En la moda, la oferta de diseños, de fibras de estilos, de marcas de prestigio internacional y que, en verdad, son de lujo.
En las joyas y relojes que se consiguen hoy en día en Bogotá se aprecia claramente la evolución de estos productos que cuentan con aficionados y coleccionistas que hacen parte de la nueva generación de cultivadores del lujo.
La cultura premium es evidente en todos los aspectos de nuestra sociedad. Se busca mejorar los materiales con los que productos básicos son elaborados. Se quiere ofrecer al público una opción superior en la calidad y en la exclusividad.
Posee un componente cultural importante que es el de satisfacer una vanidad natural de las personas por ser más lindas, mas perfectas y estar más satisfechas con sus pertenencias. Y también tiene un componente filosófico que se basa en el sentimiento de los humanos de exceder lo puramente esencial para buscar lo mejor para sus vidas; De trascender; De alcanzar lo divino, lo más perfecto y lo celestial.
En Colombia, por muchas décadas se popularizó un fuerte sentimiento de desprecio hacia lo oligarca y lo superior. Se catalogaba cualquier excedente de lo necesario como utilidades y estas como inmerecidas e injustas. Un concepto errado de justicia social llevó, incluso, al desarrollo de una cultura de rechazo a lo suntuario, y generaciones de colombianos se sintieron culpables por tener algo más o mejor y, por consiguiente, trataron de ocultar esa extraordinaria satisfacción que genera la riqueza bien habida y justamente producida.
La cultura mafiosa hizo que personas de bien evitaran acceder a mejores autos, joyas, relojes y viviendas que eran vistas como "traquetas".
El lujo era condenado socialmente y sólo podía ser llevado con mucha prudencia, y a veces sospechosa discreción. El que conducía un auto extranjero era ya un objetivo para los delincuentes.
El llevar un reloj de marca, vivir en una buena casa o vestir un traje fino era visto como ostentoso, peligroso e irracional. Esta cultura del "ser menos" causó que los negocios del lujo en Colombia cambiaran su filosofía y se volvieran un asunto de pocos o sólo desarrollables en el exterior. La clase alta, los dirigentes y los ricos de Colombia se sentían mal por tener lo que tenían.
Y no por haber obtenido sus fortunas de manera ilegal o corrupta, sino porque se convirtió en una pesadilla social el tener más. Mientras que en Estados Unidos, Europa y Asia la gente disfrutaba sus logros, invirtiendo sus fortunas en vivir mejor, en Colombia nos esmerábamos, por miedo, por prudencia o por pura discreción, en vivir igual o peor.
Hoy, después de muchos años, la gente está volviendo a darse gustos. Los capitales han vuelto al país y con ellos, los excedentes que se destinan al confort y a satisfacer los gustos por lo más fino y lo mejor. Hoy, sin mucho que temer, la gente está volviendo a ser orgullosa de lo que tiene y de lo que es. Se ha apartado de la cultura de ser culpable por tener y generosamente ha vuelto a disfrutar el poder hacer sus compras en el país.
Ese dinero que antes quedaba en los centros comerciales de ciudades en el exterior ha regresado y, con él, la gran oferta de variedad de productos y marcas que hacen una vida más amable y más lujosa que se debe respetar.
Nada hay de malo con promover una cultura que desarrolla el amor por el detalle, por lo fino, lo auténtico y lo original. Es una cultura que desea la excelencia y quiere apartarse del conformismo y lucha por mejorar. Significa abandonar lo mediocre para buscar la perfección. Significa, en últimas, vivir mejor.