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Economía

26 jun 2019 - 3:31 p. m.

Progreso y restauración: 200 años de la ley de Tierras

Puede afirmarse que ha sido una política continua, desde la independencia hasta nuestros días, con matices entre el progreso y los derechos.

Tierras

Para hacer frente, en 1926 la Corte Suprema de Justicia dictó la sentencia conocida como “la prueba diabólica” que presume baldía toda tierra sin título.

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26 jun 2019 - 3:31 p. m.

La política de adjudicación de baldíos en Colombia ha sido enorme. Desde mediados del siglo XIX, alrededor de 27 millones de hectáreas pasaron de manos del Estado a manos privadas, sin contar los resguardos indígenas y la tierra comunal a comunidades afrodescendientes. Para hacerse una idea, esto corresponde a más de la mitad del actual catastro privado. Puede afirmarse que ha sido una política continua, desde la independencia hasta nuestros días, con matices entre el progreso y los derechos, defendido por gobiernos liberales y el uso tradicional y la consideración de la propiedad como derecho superior, para gobiernos conservadores.

En 1819, la estructura de la propiedad rural era simple. Pocos hombres que habían tenido acceso a la tierra desde la colonia mantenían el control de lo que se conocía como haciendas con enormes extensiones de tierra (entre 6.000 y 20.000 hectáreas). Los indígenas conservaban algunos resguardos aún no disueltos. Los blancos pobres y mestizos trabajaban la tierra en haciendas o se aventuraron a ocupar algunas zonas de “tierra caliente” para acceder a tierra. La tierra era un factor de exclusión bajo las normas coloniales y se mantuvo así, pues las élites que se beneficiaban, no estaban dispuestas a ceder su control.

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La política de adjudicar baldíos surge al tiempo que la deuda externa presiona al país. Ante la vicisitud del pago y en ausencia de recursos, el Estado decide negociar mecanismos para cumplir a los acreedores a través de la entrega de bonos de tierras baldías. Se esperaba además, incentivar a inversionistas extranjeros a venir a Colombia. El resultado se concentró en el Istmo de Panamá, lugar al que llegaron algunos inversionistas con un propósito de mediano plazo. En la actual Colombia, la llegada fue marginal y no se hicieron inversiones en los terrenos entregados, muchos de estos, volvieron a la Nación.

El siglo XIX dos procesos ocurren: la dinámica de ocupación del territorio cobra importancia y el desmote de privilegios coloniales sobre la tierra. La colonización llevó a hombres sin tierra y sin posibilidades de trabajo a abrir trocha hacia la expansión de la frontera agrícola más significativa en ese siglo: la colonización antioqueña. La colonización antioqueña creó un grupo de propietarios más homogéneos, donde el latifundio fue la excepción. Respecto al desmote de privilegios, el Estado inicia la desamortización de bienes de manos muertas que permitió liberar y vender tierras en manos de la Iglesia e incorporarlas a la producción. Estas tierras, en su mayoría grandes extensiones, cambiaron de dueños pero no tanto de tamaño.

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En 1882, los liberales impulsaron mecanismos para reconocer la propiedad bajo la intención de “trabajar y habitar” (Ley 42). Sin embargo, el proceso era largo y tedioso administrativamente, sin lograr entregar títulos de propiedad a los tenedores, particularmente a todas las nuevas regiones de expansión de la frontera. Esta política sería frenada, tanto por las tensiones políticas de final del siglo como por las nuevas leyes en el siglo XX.

Iniciado el siglo XX, la coincidencia entre colonización y boom del café vuelve la atención de algunos hacia las tierras prósperas. Surge en el escenario los “conflictos de la tierra”, la pugna entre quienes usan la tierra y los que buscan capturarla, reclamarla y especular sobre su valor. Para hacer frente, en 1926 la Corte Suprema de Justicia dictó la sentencia conocida como “la prueba diabólica” que presume baldía toda tierra sin título. En resumen: afectaba a los colonizadores que reclamaban su derecho. Fue un freno a la política de adjudicación.

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En los años treinta, vuelve en escena la tierra a través de la Ley 200 de 1936 decretada por López Pumarejo que buscó resolver los conflictos de tierra y darle el carácter de “función social” a la tierra, siendo esta una potencial amenaza a los latifundistas improductivos. La visión modernizadora de la ley fue revertida en 1944, cuando el mismo López se vio presionado por las élites rurales de ambos partidos. Se permitió nuevamente la sobre-extensión y sub-utilización de la tierra.

En el ambiente del Frente Nacional, vuelve la idea de activar el campo con una política de tierras. La ley 135 de 1961, de corte liberal, buscó ampliar el acceso a campesinos desterrados. Durante el Frente Nacional, se adjudicaron unas 7 millones de hectáreas en predios de 41 hectáreas en promedio. Se amplió la frontera agrícola y se creó una institucionalidad dedicada a la política de tierras: el INCORA. Un resultado no esperado, fue el incremento del conflicto de tierra, mostrando que la democratización de la tierra compite con intereses de pocos grandes latifundistas.

En 1973, luego del famoso “Pacto de Chicoral”, el gobierno de Misael Pastrana frena la adjudicación de baldíos favoreciendo los intereses de los latifundistas que reducen los requisitos para calificar la tierra como “explotada”. Este fue el fin del intento de ampliar el acceso a la tierra fomentada por los gobiernos liberales del Frente Nacional.

En 1994, la ley 160, define condiciones de mercado para acceder a tierra baldía. Esta ley redujo el alcance del acceso a la tierra a campesinos. Sigue vigente y, aunque se ha planteado la necesidad de implementar una nueva ley de tierras “para todos”, que responda a las necesidades de títulos, de uso, de seguridad y de servicios, aún no se ha dado.

Han sido 200 años de tensión entre el progreso y el desarrollo de quienes viven de la tierra parece una amenaza para quienes prefieren privilegios en su uso y extensión. Como política de largo plazo, ha sido “eficiente” en entregar tierra, pero no así en frenar o evitar los conflictos asociados al acceso.

Juanita Villaveces Niño, PhD
Profesora Asociada
Escuela de Economía. Facultad de Ciencias Económicas Universidad Nacional

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