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Elogio de la mediocridad

Aceptar nuestra mediocridad no es promover la indiferencia. Es valorar íntimamente el sentido de las proporciones.

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Aquella noche en la que Lan Lang interpretó a Mozart con la Filarmónica de Berlín, sentí una sincronía plena entre cuerpo y espíritu. Me hizo sospechar que las cosas no suceden por azar y que el genio humano ocupa un lugar privilegiado en el universo. Como diría Zweig, hay momentos estelares de la humanidad que nos hacen creer que estamos aquí por alguna razón particular y que nuestro planeta ocupa un lugar privilegiado en el firmamento.

Sin embargo, en ocasiones llegan campanazos de alerta que nos hacen sentir como lo más minúsculo de la existencia. Un recordatorio provino hace poco de científicos americanos, quienes anunciaron el descubrimiento de un nuevo planeta, considerado el “primo más cercano de la tierra”, Kepler-452b. Este hallazgo alimentó, además, la discusión de si hay vida allá afuera.

¡Pero hay muchos más campanazos! La esfera en la que habitamos tiene más de 4 mil millones de años y el promedio de vida del ser humano no llega a los 100. Un glaciar, como el Perito Moreno en la Patagonia, tiene 5 kilómetros de ancho, una profundidad de hielo de 170 metros, y 10 mil años de existencia. En el planeta habitan más de un millón y medio de especies vivas. ¿Será que los humanos somos particulares o especiales? ¿Hace la vida individual de cada ser una diferencia a la existencia como un todo?

Me inclino del lado de aquellos que consideran que no existe nada intrínsecamente especial acerca de la tierra y, por ende, de la raza humana. Esto es lo que algunos han llamado el Principio de la Mediocridad. Aunque no hay evidencia contundente de vida en otros lugares, no veo porque las condiciones que han originado la aparición de la inteligencia no puedan darse también en otros planetas.

De esta idea se desprenden consecuencias vitales y científicas. Por ejemplo, aceptar que no existe nada intrínsecamente especial acerca de un momento histórico. Lo que nos pasa a cada uno no tiene ninguna relevancia cósmica. Nuestros momentos estelares individuales apenas trascienden a nosotros mismos, a un entorno bastante limitado en el espacio y en el tiempo. Y, sin embargo, a veces nos matamos por defender intereses individuales o colectivos, como si fuera el fin de la historia.

El nacimiento de un hijo, la muerte, el descubrimiento de América, la Revolución Francesa, el ‘Brexit’, la invención de la imprenta o Facebook, sin duda, modifican nuestra existencia individual y la de millones de personas. Pero aún esos eventos son una minucia al lado de la inmensidad del tiempo y de los acontecimientos verdaderamente universales.

Podría uno concluir que casi nada vale la pena. O no de la forma que hemos creído. Sin embargo, el sentido universal de los acontecimientos no se contrapone al convencimiento o propósito con que los vivamos. Al fin y al cabo, el progreso de la humanidad y la madurez para entender el verdadero lugar que nos corresponde en la historia, consiste en mantener un profundo sentido de la real dimensión de nuestro lugar en la existencia. Quizás la intensidad de cada momento al cual nos aferramos es la reafirmación de nuestra impotencia y nuestra levedad.

Aceptar nuestra mediocridad no es promover la indiferencia. Es valorar íntimamente el sentido de las proporciones.

Jaime Bemúdez
Excanciller de Colombia
jaimebermu@gmail.com

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