¿Cuáles son los límites al crecimiento económico? ¿Los hemos superado? Estas preguntas fueron planteadas recientemente por otro informe alarmante sobre el cambio climático. Muchos de mis amigos ambientalistas están convencidos de que el crecimiento económico en sí es el problema fundamental.
Fue un momento oportuno, entonces, para otorgar un Premio Nobel a dos economistas que han abordado esa pregunta de frente. William Nordhaus y Paul Romer han tratado de encontrar formas de entender las causas y consecuencias invisibles y, a veces, inefables del crecimiento.
El mundo moderno produce dos cosas en abundancia: dióxido de carbono e ideas. Ambos nos rodean, desafiando nuestros intentos de control. Nos gustaría tener más ideas, pero ya tenemos más que suficiente dióxido de carbono. El futuro de la humanidad puede depender de una carrera extraña: ¿podemos seguir aumentando los niveles de vida y limitar el consumo de recursos y la producción de contaminantes?
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Ya que la economía es, después de todo, la economía, Nordhaus y Romer recibieron sus premios por sus logros técnicos en modelos económicos. Nordhaus analizó la interacción entre el cambio climático y la economía; Romer desarrolló una forma de modelar la innovación como una parte intrínseca del proceso de crecimiento. Éstos son logros intelectuales impresionantes, pero mi fascinación por ambos hombres se debe a algunos de sus trabajos más informales.
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En uno de los artículos sobre la economía que realmente amo, Nordhaus hizo un seguimiento del precio de la iluminación a lo largo de los milenios, desde los días en que las personas podían crear luz sólo con una fogata, a través de los tiempos en que se usaba sebo de res - o aceite de esperma de ballena, una combustión limpia y brillante - hasta la invención y mejora de las bombillas incandescentes.
Nordhaus cortó y quemó madera, y probó lámparas antiguas con un medidor de luz Minolta. Llegó a la conclusión de que, en tiempos de Babilonia, el arduo trabajo de un día produciría suficiente luz para iluminar una habitación durante 10 minutos. Para fines del siglo XX, el retorno de la labor de un día había mejorado de 10 minutos de luz a 10 años. Ése es el tipo de progreso que nos da una esperanza para la humanidad.
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El costo ambiental pagado por esa luz también ha disminuido, lo cual es una buena noticia para las ballenas y para nosotros. Quizás realmente sea posible disfrutar de las comodidades de la modernidad sin destruir el planeta.
Desde principios de la década de 1960, las emisiones de dióxido de carbono por persona en el Reino Unido casi se han reducido a la mitad, pero la producción económica se ha triplicado. Esto se debe en parte al traslado de la producción al extranjero, pero la mayor parte a que produce más valor con menos recursos físicos y mucho menos carbón.
Ahí es donde entra Romer. Al igual que Nordhaus, está impresionado por nuestra capacidad por lograr (y luego dar por sentado) los avances innovadores y sostiene que hay espacio para muchos más. Consideremos el reactor químico compacto, autorreparable, móvil y alimentado por recursos renovables conocido como ‘vaca’. Es mucho más impresionante que las instalaciones diseñadas por humanos. Esta elegancia, sugiere Romer, nos dice que hay espacio para que hagamos mejor las cosas.
Eso también es cierto para las instituciones que producen nuevas ideas. Si bien el trabajo premiado de Romer hace suposiciones particulares sobre quién paga por las nuevas ideas y quién se beneficia cuando se producen, su trabajo informal de redacción y política destaca que estas cosas no pueden darse por sentadas. No hace mucho escribió que “sólo un fracaso de la imaginación” nos permite concluir que, en las universidades de hoy, con las reglas de propiedad intelectual y las normas científicas hemos perfeccionado la forma en que desarrollamos y difundimos nuevas ideas.
Debemos constantemente buscar mejores formas de hacer las cosas; Romer lo hizo él mismo con una exitosa incursión en el aprendizaje digital, antes de que se convirtiera en una tendencia, y más tarde con su audaz y controvertido impulso a favor de las “ciudades chárter”, en las que un país con instituciones débiles podría externalizar la gobernanza de una ciudad ‘greenfield’ (construcción innovadora en tierra no utilizada) a Canadá o Noruega.
En particular, deberíamos hacer más para fomentar la innovación que ataca el problema del cambio climático. Es concebible que logremos resolver el problema de todos modos, gracias a un progreso espectacular en el costo de la energía solar y la capacidad de almacenamiento de las baterías. Si es así, es un beneficio que hemos hecho muy poco para ganar. El primer paso más obvio (entre varios que vale la pena probar) es un impuesto fuerte sobre las emisiones de dióxido de carbono. Eso impulsaría todo, desde energía limpia hasta vestir un chaleco térmico.
Todavía hay razones para creer que el progreso material es consistente con la supervivencia del ecosistema. El ingenio humano es asombroso. Sería bueno si los responsables políticos realmente lo dirigieran hacia las energías bajas en carbono.
Si los formuladores de políticas le dedicaran el mismo esfuerzo a la acción que a las discusiones sobre el cambio climático, supongo - y es sólo una conjetura - que encontraríamos que la transición a una economía mucho más limpia sería más sencilla. Me doy cuenta de que mis amigos tienen buenas intenciones cuando exigen que el crecimiento económico se detenga y pronto. Pero estoy bastante seguro de que están equivocados y de que su pesimismo simplemente causa que los demás no hagan nada al respecto.
Tim Harford