Desde el mar de China Meridional hasta el Medio Oriente, EE.UU. está perdiendo su estatus de superpotencia sin rival. En pocos lugares se evidencia tanto esta pérdida de influencia como en África, donde Beijing percibe una oportunidad estratégica y donde, cada vez con más frecuencia, a Washington se le considera como un aliado inconstante e incluso ausente.
Si existe una imagen especular de la política estadounidense de Donald Trump de “EE.UU. Primero”, se encuentra en el continente más pobre del mundo. Pudiéramos llamarla “África Último”.
Los líderes africanos han minimizado la desconexión de EE.UU. Han ignorado las comparaciones escatológicas del Sr. Trump y su invención del vigésimo quinto Estado africano de “Nambia”. Han ignorado los desaires, como cuando Trump abandonó la sesión de trabajo sobre África en la reunión del G20 del año pasado en Hamburgo. Pero ellos no pueden dejar de notar el vacío donde debiera estar la estrategia africana de Washington.
EE.UU., ha comentado Mo Ibrahim, un multimillonario de telecomunicaciones sudanés y un defensor de una mejor gobernanza, ha perdido su autoridad para actuar “como líder del mundo liberal y como eje del orden internacional”.
Los dictadores están cada vez más aislados en África, tal y como lo confirma el reciente derrocamiento de Robert Mugabe en Zimbabue. Pero los líderes perciben el decreciente compromiso estadounidense con la democracia africana, ha declarado el Sr. Ibrahim, y los autócratas que quedan obtienen apoyo de la aparente admiración del Sr. Trump hacia los hombres fuertes, desde el de Rusia hasta el de Filipinas.
La decreciente influencia de EE.UU. en África –el segundo continente más grande geográficamente y el epicentro de una creciente explosión demográfica– no comenzó bajo Trump.
El compromiso de Barack Obama, a pesar de sus raíces en Kenia, no alcanzó el nivel del demostrado por George W. Bush, cuya conversión a causas africanas, particularmente a la lucha contra el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), lo convirtió en un héroe en el continente.
La sensación de una retirada estadounidense se ha acelerado con esta administración. La amenaza de Trump de recortar el presupuesto de ayuda de EE.UU. en un 30 por ciento indica una reducción masiva de su compromiso con una agenda de salud y de reducción de la pobreza que ha contado con el respaldo bipartidista en Washington durante décadas. A un año de haber comenzado la actual administración del presidente estadounidense, todavía no tiene un embajador en Pretoria ni un secretario de Estado adjunto para África. “No existe una política alta, al menos ninguna que yo pueda encontrar”, comentó John Campbell, el exembajador estadounidense en Nigeria e investigador sénior de política en África del Consejo de Relaciones Exteriores (CFR, por sus siglas en inglés).
¿Por qué debiera importar esto? África representa solo el 3 por ciento del comercio mundial, y EE.UU. cuenta con pocos de los lazos coloniales que han preservado el interés comercial y diplomático de Gran Bretaña, Francia, Portugal y Bélgica en el continente.
La relación comercial de EE.UU. con África es casi exclusivamente de extracción. Las mayores petroleras, como Chevron y ExxonMobil –la compañía que antes empleaba al secretario de Estado Rex Tillerson– son las principales inversionistas. Compañías como General Electric (GE), Google y Citigroup se encuentran entre un puñado de empresas no extractivas que están realizando variadas inversiones comerciales en un continente que, aunque pobre, contiene un sinnúmero de las economías de más rápido crecimiento del mundo.
Tal y como lo ha señalado Campbell, existen razones no comerciales para considerar más detenidamente a África. Para el año 2050, el número de africanos se habrá duplicado a más de 2 mil millones, y pudiera duplicarse para fines de siglo. Dentro de aproximadamente una generación, se anticipa que Nigeria supere a EE.UU. para convertirse en el tercer país más poblado del mundo.
El peligro es que África se convierta en el hogar de jóvenes urbanos inquietos y desempleados, tentados a sumarse al creciente flujo de emigrantes a Europa o propensos a la radicalización dentro de sus respectivos países. La persistencia de los grupos islamistas militantes con base en África, desde Boko Haram en el noreste de Nigeria hasta al-Shabaab en Somalia, representa un preocupante presagio.
A medida que la presencia de EE.UU. se desvanece, la de China –y, en menor medida, la de India, la de Turquía y la de Marruecos– ha aumentado. La influencia de China está por doquier: en carreteras, en ferrocarriles, en telecomunicaciones, en infraestructura y en Yibuti, en forma de una base naval. De los cinco miembros del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), China tiene la mayor cantidad de personal de mantenimiento de la paz en África. Cuando los generales de Zimbabue se preparaban para sacar a Mugabe del poder, fue Beijing, no Washington, a la que le avisaron primero.
El mes pasado surgieron acusaciones de que Beijing había estado rutinariamente utilizando métodos de espionaje en la sede de US$200 millones que la Unión Africana (UA) construyó en Addis Abeba. La débil respuesta de África sugirió que no existían secretos entre amigos.
“No creo que aquí haya algo que no nos gustaría que la gente supiera”, les dijo a los periodistas Paul Kagame, el presidente de Ruanda y presidente de la Unión Africana. Parecía estar diciendo que al menos los chinos están escuchando.
David Pilling
Columnista de Financial Times