Si no hubiera un persistente olor a gas lacrimógeno o pintura de graffiti, sería imposible presagiar cómo se ve Santiago de noche: la capital chilena, el centro de la protesta social durante tres semanas, ahora tiene una doble cara.
(Lea: Las cifras de la desigualdad que llevaron a las protestas en Chile)
Alrededor de una rotonda, algunos detalles llaman la atención: el césped quemado, bolsas de escombros apiladas, ramas carbonizadas esparcidas, una parada de autobús incendiada y consignas políticas pintadas en muchos edificios.
(Lea: Crecimiento económico en Chile no evitó el descontento social)
Desde el 18 de octubre, Santiago es diariamente escenario de manifestaciones que casi de manera sistemática terminan en enfrentamientos con la policía. Cada mediodía, en una especie de tranquila trashumancia humana, decenas de miles de manifestantes caminan por la Alameda, la principal arteria del centro, deteniéndose frente al palacio presidencial para luego llegar a Plaza Italia, el epicentro de las protestas.
(Lea: 'Hay desencanto con modelo neoliberal y privatizador en Chile': Cepal)
También desde entonces, todas las tardes los tanques de los carabineros salpicados de pintura se aproximan a la multitud y usan sus mangueras para lanzar agua o gas lacrimógeno. Los manifestantes corren en todas direcciones, algunos con máscaras antigas, armados con piedras.
Los proyectiles en llamas sobrevuelan la policía. La ciudad resuena con las detonaciones, las sirenas de la policía, las ambulancias, los gritos, el concierto de cacerolazos y otras percusiones urbanas sobre todos los metales de la ciudad con los que los inconformes atacan frenéticamente.
Las movilizaciones se multiplican en varias zonas y cortan de manera repentina la circulación. “No había visto esto desde el golpe de Estado (en 1973)”, dice David Quezada, un conductor de taxi de 67 años. “Es lo que se necesita para hacernos escuchar. Si eres pacífico, no funciona”.
El lío dura unas horas, desde las 5 de la tarde hasta cerca de la medianoche. Luego las brigadas de limpieza intentan hacer que la gente olvide los disturbios hasta la noche siguiente.
Los automóviles vuelven a invadir las calles, rodando sobre miles de piedras que se extienden por la avenida, esquivando las barricadas incendiadas e ignorando a los policías.
Los santiaguinos parecen adaptarse a esta vida. “Toda cambió, todo”, confía Hortensia Ferrada, de 49 años, mientras atiende un kiosco en la Alameda. “Yo que abría 24 horas, tengo que cerrar a las 16-17”.
Sin importar que su local esté “completamente rayado” apoya a los manifestantes, pero “no al vandalismo y a los que saquean”.
Por la mañana, los comercios vuelven a abrir, las pintadas se sacan con agua o se recubren con pintura. Pero algunos siguen técnicamente sin trabajo, como Joel Silva, de 56 años y empleado de un restaurante en Plaza Italia: Él le da la razón al movimiento porque “hay muchas desigualdades entre los poderosos y los trabajadores”.
Los manifestantes quieren extender las zonas a donde puedan expresar su cólera a nuevos barrios. El domingo, una caravana recorrió la zona de Las Condes, donde vive Sebastián Piñera, y el lunes, circuló una convocatoria a invadir la Torre Costanera, el rascacielos más alto y el centro comercial más grande de Suramérica.