El sábado, Andrés Manuel López Obrador, un nacionalista de izquierda, se convirtió en presidente de México. Las relaciones entre México y EE. UU. rara vez son fáciles, por lo que nadie se imagina cómo se enfrentará López Obrador a Donald Trump, también un nacionalista.
Un mes después, Jair Bolsonaro, un nacionalista conservador, asumirá la presidencia de Brasil, y él busca revitalizar la mayor economía de Latinoamérica. Al igual que Trump, ha convertido la lucha contra los avances económicos de China en una prioridad. Lo que eso significará para el comercio brasileño con su mayor socio comercial es también una cuestión de conjeturas.
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Los líderes de México y Brasil provienen de extremos opuestos del espectro político y, sin embargo, son parte de los cambios históricos que han afectado a Latinoamérica este año.
Bajo una increíble alineación de calendarios políticos, dos de cada tres latinoamericanos tuvieron o eligieron nuevos presidentes en 2018. El próximo año promete ser igualmente tumultuoso.
Venezuela, bajo el régimen del presidente Nicolás Maduro, continúa sufriendo una profunda crisis económica y social. La vecina Colombia, bajo el presidente centroderechista Iván Duque, debe lidiar con sus consecuencias, con 5.000 personas huyendo de Venezuela todos los días.
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Mauricio Macri, elegido en 2015 con el compromiso de hacer que Argentina fuera “normal”, luchará con las consecuencias políticas de la recesión, de la austeridad y del programa de rescate más grande que ha otorgado el Fondo Monetario Internacional (FMI). Para muchos, la nueva normalidad de Argentina se parece mucho a sus crisis del pasado. ¿Es probable que Macri todavía pueda ser reelecto para un segundo mandato en octubre, como lo esperan muchos miembros del G20?
Pocas veces las perspectivas de Latinoamérica se han visto tan inciertas. La ironía es que esto ha acontecido al final de lo que muchos anunciaron como “la década de Latinoamérica”. ¿Qué salió mal?
Para tener una idea de cómo cambian los tiempos, vale la pena volver a darle un vistazo al año 2010. En ese entonces, poco después de la cumbre inaugural de líderes del G20, se publicó un libro optimista con el título “¿Y si Latinoamérica gobernara el mundo?”.
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No era tan inverosímil en aquel momento. El mundo desarrollado estaba consumido por la crisis financiera, los fundamentos intelectuales del liberalismo del mercado occidental se estaban desmoronando. El Medio Oriente estaba convulsionado por la violencia sectaria. El ‘momento’ de África aún estaba por llegar. Y China, si bien económicamente avanzando, era, como sigue siendo, un Estado de un partido único.
En contraste, Latinoamérica, desde el río Bravo hasta la Patagonia, era casi totalmente democrática, gozaba de estabilidad macroeconómica y prosperaba gracias al auge de las materias primas impulsado por China. Tenía una nueva clase media que estaba creciendo por millones cada año, había renunciado a las armas nucleares y disfrutaba de una relativa armonía racial.
A las mujeres también les estaba yendo bien en un continente asociado desde hacía mucho tiempo con el machismo. Un grupo de presidentas - en Brasil, en Argentina, en Chile y en Costa Rica - estaba en el poder o estaba a punto de estarlo. Incluso la pobreza y la desigualdad estaban disminuyendo. Las compañías multinacionales se amontonaron en la región.
Pero entonces el auge se convirtió en colapso. Los miembros de la ‘nueva clase media’ de América Latina se aferraron precariamente a su nuevo estatus. Los escándalos de corrupción estallaron cuando se revelaron los excesos del auge. Con una ira avivada por las redes sociales, los votantes canalizaron su frustración contra la clase política dirigente en elecciones a menudo venenosas. Los resultados fueron decisivos.
En Suramérica, impulsado por el trágico ejemplo de la Venezuela socialista, el rechazo del ‘statu quo’ llevó a un giro hacia la derecha política y hacia el liberalismo económico. Argentina, Chile, Colombia, Ecuador, Paraguay y Perú ahora todos tienen presidentes centristas.
En México, el péndulo osciló hacia la izquierda. En las elecciones presidenciales del 1 de julio, los votantes rechazaron los dos partidos tradicionales del país - el PRI centrista y el PAN centroderechista - y le otorgaron a López Obrador una aplastante victoria.
¿Qué podría unir a estos cambios políticos aparentemente tan diferentes? Un factor común ha sido la ira de los ciudadanos hartos del amiguismo y de la corrupción. Bolsonaro y López Obrador hicieron de la lucha contra la corrupción un elemento central de sus campañas. Otros, como Macri y Duque, hicieron lo mismo.
Continúa siendo una incógnita si estos líderes respaldarán sus compromisos de anticorrupción con una acción sustantiva. Si lo hacen, eso anunciaría el comienzo de una extraordinaria revolución microeconómica.
Tampoco es del todo irrealista. El controvertido nombramiento de Sérgio Moro - el prestigioso juez que lideró la investigación de corrupción ‘Lava Jato’ en Brasil - como ‘superministro’ de Justicia en el nuevo gobierno de Bolsonaro es, quizás, una señal prometedora.
Por otro lado, este movimiento anticorrupción pudiera fracasar. Eso probablemente conduciría a más frustración popular y más inestabilidad política. En México, la falta de claridad de López Obrador sobre el marco institucional de su campaña anticorrupción es motivo de preocupación.
La corrupción y la mala gobernanza han plagado a Latinoamérica durante mucho tiempo. Incluso comenzar a abordar estos problemas será un proceso difícil y tumultuoso. Pero el éxito sería una conclusión loable, aunque inesperada, de la “década de Latinoamérica” y, en cierta medida, justificaría esa descripción.
John Paul Rathbone