Estoy escribiendo esto en el tren de Nizhny Novgorod a Moscú. Viajando por Rusia en esta Copa del Mundo, he estado pensando en George Orwell. “El deporte es una causa infalible de mala voluntad”, escribió después de la gira de fútbol de Dynamo Moscú en Gran Bretaña en 1945. “Si una visita como ésta tuvo algún efecto en las relaciones anglo-soviéticas, sólo logró empeorarlas”.
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Orwell adjudicó la mala voluntad al “aumento del nacionalismo, el lunático hábito moderno de identificarse con grandes unidades de poder y ver todo en términos de prestigio competitivo”. Concluyó además que el “deporte serio” era como una “guerra sin tiroteos”.
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Una guerra sin tiroteos no suena tan terrible. Aun así, Orwell, como siempre, plantea los problemas correctos desde la tumba. ¿Es la Copa del Mundo - el festival más grande del planeta - una fiesta de odio nacionalista más que un carnaval cosmopolita? En parte, ésta es una pregunta sobre nuestra era.
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La líder nativista francesa Marine Le Pen ha dicho que la división política de hoy ya no es la derecha contra la izquierda sino “patriotas” contra los “globalistas”. Sus “patriotas” ahora parecen dominantes, desde Trump hasta Brexit y Putin hasta Erdogan.
Sin embargo, el Mundial hasta el momento sugiere que la ventaja a largo plazo es para los globalistas.
Antes de cada Copa del Mundo, los expertos predicen el caos nacionalista. Esta vez, se suponía que habría ‘batallas’ entre hooligans rusos e ingleses. Esto todavía podría suceder, pero, hasta ahora, aparte de una pelea entre un puñado de argentinos y croatas, ésta ha sido una Copa Mundial pacífica por quinto año consecutivo.
El fin de semana pasado, los fanáticos de Inglaterra en Nizhny Novgorod no corearon nada más agresivo que: “¿Estás mirando, Escocia?” De hecho, la violencia que debería preocuparnos durante las Copas Mundiales no es nacionalista sino doméstica: la horrible “trinidad santa” del deporte, el alcohol y la “masculinidad hegemónica” alientan a algunos hombres a golpear a sus parejas, escriben Damien Williams y Fergus Neville de la Universidad de St. Andrews.
El Mundial sólo es nacionalista en la superficie. Es un nacionalismo que está de fiesta, en el que te pintas la bandera en la cara y gritas el himno a todo pulmón, pero no sueñas con dar la vida por la patria. Los fanáticos de muchos países se ríen juntos ante los errores de los porteros, intercambian predicciones y luego se duermen sobre los hombros del otro en el tren.
El esperado racismo de los fanáticos hogareños aún no se ha materializado, pero vi a un seguidor ruso detener a un negro tunecino para tomarse una selfie con él en lo que alguna vez fue un campo de batalla en Stalingrado.
Derk Sauer, fundador del periódico The Moscow Times, informó que fanáticos rusos y ucranianos en el centro de Moscú estaban cantando canciones ucranianas juntos, motivo por el cual podrían haber sido arrestados hace sólo dos semanas, mientras que al mismo tiempo el director de cine ucraniano Oleg Sentsov, quien cumple 20 años de condena en una cárcel rusa, está críticamente enfermo debido a su huelga de hambre.
Incluso los fanáticos en colores nacionales no son siempre lo que aparentan. En el juego de Brasil contra Costa Rica, muchas de las personas que llevaban camisetas de Brasil, tras una inspección más minuciosa, resultaron ser chinas. Un grupo de estudiantes universitarios de Estados Unidos que vi en Moscú vestía cada uno una camisa de un país diferente.
Es cierto, la mayoría de los fanáticos aquí son acomodados y bien viajados. Pero aquellos que ven desde casa también tienden hacia el globalismo. Las personas más jóvenes de todo el mundo están más conectadas a sus teléfonos que a sus naciones, por lo que desarrollan gustos internacionales. En el fútbol, Brasil es una marca global retro, mientras que los jugadores líderes tienen un atractivo planetario.
Cristiano Ronaldo tiene 122 millones de seguidores en Facebook, 12 veces la población de su natal Portugal. El fanático que vive en una choza sin aire acondicionado en Bangkok o Lagos, que nunca ganará US$8.000 al año o asistirá a un Mundial, y cuyos hijos atienden a escuelas de poca calidad, tiene una cosa indiscutiblemente de clase mundial en su vida: su apego a Ronaldo. Eso puede ser una atracción más fuerte que el nacionalismo.
Hasta ahora la única tensión nacionalista notable aquí ha sido entre jugadores suizos de origen kosovar y los serbios en el juego Suiza-Serbia. De lo contrario, los jugadores son cosmopolitas, están más a gusto en las salas de primera clase de las aerolíneas que en las calles de sus países de origen. Los oponentes se abrazan después de juegos brutales, porque sienten un mayor apego a sus rivales que a sus propios compatriotas en las gradas.
Los regímenes también han renunciado a utilizar el torneo para provocar el frenesí nacionalista. Cuando Argentina alzó la Copa del Mundo en victoria hace 40 años, el ministro de Finanzas del país, Martínez de Hoz, coreó: “El día en que 25 millones de argentinos aspiran al mismo objetivo, Argentina será un ganador no una vez, sino mil veces”.
Los políticos actualmente simplemente usan el torneo para distraerse. El caudillo checheno Ramzan Kadyrov organizó un banquete para el delantero egipcio Mo Salah. Otros gobiernos aprovechan la oportunidad para enterrar malas noticias.
Durante la última Copa del Mundo, Israel atacó a Gaza, sabiendo que la mayoría de los medios estarían mirando hacia otra parte. Esta vez, un día antes del partido de apertura entre Rusia y Arabia Saudita, Arabia Saudita lanzó una sangrienta ofensiva en Yemen. El día del partido, el Gobierno de Rusia anunció un aumento en la edad de jubilación.
El político opositor Alexei Navalny está organizando protestas para el domingo, pero el Gobierno ha prohibido la mayoría de las manifestaciones en las 11 ciudades anfitrionas de la Copa Mundial, que incluyen Moscú y San Petersburgo. Los nacionalistas están teniendo su momento en muchas partes. Pero la Copa del Mundo nos recuerda que muchos aspectos de la globalización son muy populares.
Simon Kuper