“Te voy a dar el capital para que crees tu primera empresa”, me dijo mi abuelo el día que recibí mi grado de magíster en una universidad americana. Me dio un billete de un dólar. Con su humor característico, mi abuelo John Gómez Restrepo nos impartió a mi y a todos quienes tuvimos el honor de compartir las diferentes esferas de su increíble vida, profundas lecciones de emprendimiento. Un dólar es capital suficiente para comenzar una empresa exitosa; más importante que el capital es la idea, la convicción del emprendedor en ella, la creatividad para darle luz, la capacidad de elegir las personas correctas para acompañarlo en su emprendimiento -incluso para dirigirlo-, la perseverancia para superar los obstáculos inevitables del camino y la paciencia para ver el sueño cumplirse.
“¿Cómo van tus negocios, mijita?”, me preguntó hace unos días, a sus 96 gloriosos años. “Bien, Papío”, le contesté. “¿Te gusta lo que estás haciendo?, porque eso es lo más importante”. Sus preguntas siempre iban a lo fundamental: una vez satisfechas las necesidades básicas, si el emprendimiento y el trabajo van a ser parte central de una vida plena y balanceada, la satisfacción personal debe ser la motivación principal. El espíritu creador de mi abuelo ha sido ampliamente comentado.
En mi familia hemos contado 42 empresas conocidas de las que fue fundador; tenemos la fortuna también de conocer historias de sus emprendimientos fallidos, cuentos con los que nos entretenía cuando pequeños para darnos enseñanzas que hoy perduran. Emprendedor serial, tomaba con humor y humildad las lecciones que los negocios menos exitosos le dejaban. Recuerdo en particular una de una empresa de fabricación de cubiertos de mesa, en la que compraron la máquina y la pusieron a funcionar, pero en cada producción los cubiertos volvían a salir al final del proceso sin pulir. Repetían y repetían el proceso hasta que alguien buscó a un ingeniero químico. Resulta que le estaban echando el ácido equivocado (la diferencia en el nombre de los dos ácidos era una letra).
“Por eso hay que estudiar”, me decía. Su reverencia por el conocimiento, que lo llevó a terminar su bachillerato y graduarse con honores como economista en la Universidad de Miami, cuando ya era un exitoso empresario y tenía cinco hijos, demuestra la humildad y el ánimo para aprender con que siempre enfrentó las oportunidades y los retos de su larga vida.
Como empresario, mi abuelo siempre tuvo una visión de Colombia insertada en el panorama mundial, y esa visión amplia enmarcó el sueño, hoy cumplido, de Grupo Familia, verdadera multilatina. Antes de la era, incluso, del fax, John Gómez entendió el desarrollo del mercado colombiano como uno insertado e influenciado por la economía política global.
Los apretones de mercado de la economía de la Segunda Guerra Mundial le generaron ideas de negocio en Colombia, el Glasnost y la Perestroika, que tan de cerca vivió, como embajador en la Unión Soviética, le dieron una visión adelantada de un nuevo orden internacional. Como colega economista siempre tuve que estar preparada para responder sobre mi opinión de qué iba a pasar con el dólar, el déficit de Estados Unidos, la Unión Europea, Venezuela y sus efectos para Colombia.
Eran temas que para él tenían natural importancia y con efectos sobre la economía colombiana. Que yo sepa, no tuvo nunca una dirección personal de correo electrónico, pero desde mi infancia recuerdo The Economist y L’express en su habitación, junto con todos los diarios nacionales. Mi abuelo nació en Cisneros, Antioquia, y a pesar de una infancia pobre y dura, construyó un conglomerado empresarial con visión global.
El pasado domingo, en su despedida en Jardines Montesacro de Medellín, recibimos innumerables testimonios del impacto de mi abuelo en la vida de tantos colombianos. El respeto por las personas es el valor fundamental sobre el cual construyó su historia empresarial y el principio rector de su trabajo político y como servidor público. Es una frase sencilla, pero de alto impacto con repercusiones profundas en la manera como hizo los negocios: creación de empleo digno y bien remunerado, el valor de la palabra y la reputación, la construcción de una ética colectiva humanista, la confianza en sus colaboradores como multiplicadores de un legado. Ese mismo principio lo llevó a enfrentarse valerosamente al narcotráfico en Antioquia y a dedicar gran energía a los valores fundacionales del liberalismo.
Hoy más que nunca, cuando mi empresa va a cumplir 10 años de fundada, atesoro ese billete de un dólar que me dio. Simboliza para mí las lecciones de vida que junto con los demás miembros de mi familia, los empleados de sus empresas, sus amigos y conocidos, tuvimos la fortuna de recibir. Descansa en paz un gran hombre y empresario, amable y discreto, orgullo paisa, mentor e inspirador de generaciones.
Eulalia Sanín Gómez
Socia fundadora de Prospecta