Los acontecimientos que han venido sacudiendo el Medio Oriente y el norte de África tomaron por sorpresa al mundo entero. Esta cadena de levantamientos, que ya han hecho caer dos regímenes en Túnez y Egipto, y está prácticamente terminando el del coronel Gadafi, en Libia, tienen elementos en común que los caracterizan, y en una primera evaluación se pueden identificar como las causas de dicho fenómeno:
Gobiernos totalitarios con alguna diferencia gradual; ausencia de democracia, dentro de una cultura ancestral de sucesiones dinásticas y largos periodos en el poder; corrupción y privilegios de los grupos dominantes, y una gran pobreza aun dentro de la riqueza de algunos de ellos, como Libia y los demás países petroleros que están mostrando el contagio de esta epidemia.
Pero hay otros factores que no se pueden perder de vista. El primero, que el fenómeno está ocurriendo dentro del mundo musulmán, el segundo, que hasta ahora las revueltas no tienen un tinte marcadamente religioso, y el hecho de que se ha iniciado en aquellos países productores de petróleo o que geopolíticamente tienen una importancia determinante, como el caso de Egipto y su control sobre el Canal de Suez y su frontera con Israel. Pero, además, está la posición de algunos de ellos como factores de estabilidad frente a Occidente, por ejemplo, Egipto y, si se quiere, de la misma Libia.
En efecto, el brutal régimen del Coronel –quien llegó al poder mediante un golpe sangriento, y durante gran parte de su reinado ha sido uno de los mayores apoyos del terrorismo internacional– en los últimos años venía cambiando su posición frente a Occidente y lo cierto es que internamente mantuvo a raya a los extremistas o ‘yihadistas’, y más bien buscó que actuaran externamente, ya fuera en Irak o en Afganistan, ‘exportándolos’ o controlándolos en forma férrea.
A diferencia de Egipto, en Libia el Ejército –base última del poder– está fraccionado y su estructura tribal, también fracturada, está haciendo que el vacío producido –si el régimen cae o hay un enfrentamiento prolongado o guerra civil– facilite el espacio que los extremistas religiosos o ‘jihadistas’ necesitan para actuar más libre y eficientemente, pudiendo llegar a quedarse con el poder. El solo hecho de haber tenido acceso a las armas que ya controlan es un factor de desestabilización, no sólo a nivel interno, sino donde operan desde hace años, exportados por Gadafi. No olvidemos que desde el 2007, Al Qaeda vinculó formalmente al llamado Grupo de Combate Libio Islámico, los cuales muchos de sus líderes son libios y una buena proporción de sus combatientes –los más fanáticos– también lo son.
Una cosa es Libia, bajo Gadafi, y otra, sometida a un régimen teocrático extremista. Desde la Hermandad Musulmana, en Egipto, hasta Al Qaeda, en Libia –lo cual nos hace recordar la amenaza reciente del Coronel acusando a este movimiento de los disturbios–, pasando por todos los demás extremistas terrorístas, que a la sombra de su interpretación del Corán existen en el mundo musulmán, el debilitamiento de las estructuras políticas, facilitado por sus propios errores, puede ser la puerta para el tránsito a un fortalecimiento del ‘jihadismo’ de magnitudes impensables.
Por ello, es que más que la derrota del autoritarismo, la corrupción, querer implantar la democracia donde es muy difícil que germine, mejorar las condiciones de pobreza, entre otros, podemos estar frente a un terrorífico movimiento dirigido y apoyado en lo que externamente es evidente y justo, pero que para ellos es la llave para lograr lo que, mediante la violencia y el terrorísmo religioso aislado, hasta ahora, no les ha sido posible.
El verdadero peligro
A diferencia de Egipto, en Libia el Ejército está fraccionado y su estructura tribal está haciendo q
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Alberto Schelesinger Vélez
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