No me refiero al color de mi equipo del alma, el subcampeón mundial de clubes en 2004. Es el color de algunos activos del primogénito, su ‘mercho’ o su mansión playera. Es el color del oro producido en ‘los territorios’ manchados de mercurio. Es el color de las remesas, que valen seis veces la cosecha cafetera y que nos venden como envíos de colombianos en el exterior, que limpian baños y oficinas o que atienden en restaurantes de comida rápida. Es el color de la sangre de las víctimas de la criminalidad. Es el color de los recursos que legalizó el tal Acuerdo que rechazamos en 2016 y que, de todas maneras, valió un Nobel.
Como todo en Colombia, tenemos la institucionalidad y la normatividad perfecta para evitar el lavado de activos, pero es totalmente inocua. Todos los ciudadanos de a pie nos sometemos al Sarlaft, Sistema de Administración de Riesgo de Lavado de Activos y Financiación del Terrorismo y de Fabricación de Armas de Destrucción Masiva, pomposo nombre, más extenso que el de una princesa heredera europea.
Cuando abrimos una cuenta bancaria, firmamos un contrato, compramos una póliza de seguros o nos registramos como proveedores, llenamos extensos formularios donde manifestamos el origen de nuestros recursos y entregamos detalles íntimos de nuestras vidas que sirven, en muchos casos, para que esas bases de datos sean usadas por los mismos lavadores para suplantarnos y violar con mayor sofisticación el Código Penal.
Los recursos del delito han permeado toda la economía y poco se hace por efectivamente detener su circulación. No hay explicación diferente cuando varios sectores de la economía se encuentran en recesión y la incertidumbre política es total y nuestra moneda se fortalece frente al dólar, como lo ha hecho en meses recientes. Y para nada ayudan las declaraciones de varios miembros del gobierno que pretenden, abierta o soterradamente, implantar el socialismo del siglo XXI, antes de que pasen los eternos 34 meses que les quedan antes del desalojo.
Para que la economía recupere el dinamismo, y la ilegalidad y la informalidad dejen de ser sus fuerzas impulsoras, se requiere un gran acuerdo nacional, pero elaborado en las reuniones gremiales, en la academia y en las juntas directivas.
No en grupúsculos del legislativo, en mingas amenizadas con alcohol y recursos del presupuesto o en declaraciones a la prensa donde se propone una supuesta regla fiscal verde. Tampoco se elabora este acuerdo en mesas en el extranjero, donde la delincuencia ve las ganas de Danilo de apurar la tal paz total, antes de los 34 meses, para teñir con lejía sus ingentes recursos.
El gran acuerdo nacional no debe ser pactado con los inocentes promotores de paz, sino con los que llenamos el formulario del Sarlaft, en el campo de ‘origen de los recursos’ con un escueto y breve ‘madrugando a trabajar’.
SERGIO CALDERÓN ACEVEDO
Economista