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Augusto Galán Sarmiento

La muerte: un tabú

Augusto Galán Sarmiento
POR:
Augusto Galán Sarmiento

La expedición de la resolución mediante la cual el Ministerio de Salud cumplió la orden de la Corte Constitucional, en relación a establecer las directrices para la organización y funcionamiento de los comités para hacer efectivo el derecho a morir con dignidad, ha levantado voces que la condenan, algunas de ellas airadas.

En el fondo de las posiciones en contra de la medida, lo que puede haber, por una parte, es la expresión del miedo casi reverencial que en nuestra cultura occidental se le tiene a la muerte; se la considera una usurpadora, que además de inoportuna nos conduce a un terreno desconocido, de pronto terrorífico, que se halla míticamente impregnado por el riesgo al castigo de la pena eterna.

Pero, de otra, esas manifestaciones contrarias ratifican los argumentos señalados por el francés Phillipe Ariès sobre la que él denomina la “muerte salvaje”; esa forma de esconder el asunto, de robarle al moribundo su etapa final, de usurparle, ahí sí, el derecho a asumir con tranquilidad y dignidad el ciclo terminal de su vida.

De acuerdo a Ariès, la designada por él “muerte domada” se constituía, en la Edad Media y hasta principios del siglo XIX, en la práctica normal con la que se encaraba el paso hacia la otra vida. El moribundo era dueño de su muerte; ese trance final era público. Él organizaba el momento cuando presentía que había llegado, se despedía, daba las gracias, ofrecía disculpas, impartía órdenes sobre cómo quería que se le honrara y alcanzado el instante, simplemente moría. La muerte acompañaba a la vida, como lo que es, su desenlace natural; la realidad de nuestra finitud.

Fue a finales del siglo XVIII e inicios del XIX -consolidándose en el XX, cuando se popularizaron los hospitales- que la “muerte domada” fue reemplazada por la ‘muerte salvaje’. De acuerdo a Ariès, los adelantos de la ciencia y algunas influencias religiosas empezaron a convertirla en un misterio, algo temible, un fracaso, una frustración.

El panorama cambió, y de ese hecho natural y familiar de la Edad Media, se transformó en un episodio que se debía aislar, la mayoría de las veces en la asepsia de los hospitales, con la frialdad de la higiene, y la compañía de las venoclisis, el respirador, el visoscopio, unida a la impronta de identidad de “el caso del cubículo”. Hoy, morimos más limpios, pero más solos, como señala el sociólogo Norbert Elias en su obra La soledad de los moribundos. Y yo agregaría, con más sufrimiento y mayor costo, porque pareciera que el único objetivo que tienen para algunos los sistemas de salud, con sus profesionales incluidos, es el de prolongar la vida a como dé lugar, aunque no haya posibilidades de cura y ello implique la extensión del sufrimiento, no solo para el moribundo, sino para su familia y su entorno.

Considero que quien atraviesa por el padecimiento que genera el dolor físico, emocional y social de una enfermedad incurable en su fase terminal, se halla más cerca de comprender a San Agustín cuando, en sus Confesiones, nos dice que es difícil saber si lo que vivimos es una vida mortal o una muerte vital. Su análisis filosófico se orienta a señalar que esta vida terrenal no es más que una etapa en un largo camino mucho más trascendente. Más allá de las creencias que pueda haber sobre esta aseveración, me pregunto si no existen mayor humanismo y compasión en la Sentencia C-239 de 1997 y en la Resolución 1216 de 2015, que en las voces de algunos jerarcas públicos y religiosos que se apropian de la autoridad para perpetuar la ‘muerte salvaje’ y despojar al moribundo del derecho a asumir, con naturalidad y dignidad, el trance final de su vida terrenal.

Augusto Galán Sarmiento

Exministro de Salud

galanau@gmail.com

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