Durante el medioevo –cuentan los que saben– había un país mitológico llamado Cucaña que podría venir siendo el equivalente del paraíso terrenal. La dicha era tal que en esa comarca idílica sus habitantes no requerían trabajar porque la comida sobraba. Abundaban los ríos de leche y vino, los marranos asados colgaban de los árboles y las montañas de queso estaban listas para que les dieran viaje. Un mundo ideal, pero inviable, cobijado en la flojera.
Tal como lo anotó hace casi 40 años el filósofo Estanislao Zuleta en El Elogio de la dificultad, “nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal”. Queremos ‘todo’ ya y, además, ‘gratis’, sin esfuerzo. ¿Será que nuestros deseos como sociedad han quedado relegados a un esquema donde predomina un estado de merecimiento?
Esto se acerca, entonces, a un sistema desbalanceado entre derechos y deberes. El ejercicio es simple: teclee en Google ‘derechos’ y verá cómo aparecen 1.130 millones de entradas; luego escriba ‘deberes’ y se dará cuenta que salen poco menos de 44 millones. La desproporción es abismal en el mundo digital como en el real.
Y en la diaria algarabía entre derechos y deberes, entre empresarios y comunidades, entre academia y políticos, seguimos destruyendo valor como sociedad. Cualquier consenso se convierte en un asunto quimérico de poco aliento. El desgaste y los reprocesos del aparato productivo del país acusan niveles delirantes. Seguimos todavía trenzados en la desconfianza, en el desvarío regulatorio, entre el sí y el no, o que si fue gol de Yepes.
En el sector minero energético, la cosa está compleja, casi que requiriendo dosis de valeriana intravenosa. La conflictividad social en el territorio va en subienda como el bagre del Magdalena. Las comunidades están más retrecheras y menos dispuestas a permitir proyectos de minería, hidrocarburos, energía o infraestructura. Los movimientos de reivindicación de derechos fundamentales, vienen, en algunos casos –injusta o justamente–, reclamando por la ausencia innegable del Estado en la geografía nacional. Muchos tienen temores y expectativas válidas que deben ser debidamente atendidas por los empresarios. Otros, obviamente, son motivados por fines protervos.
Empero, vemos cómo la discusión tiene epicentro en dicotomías innecesarias entre el agua, la tierra o la vocación agrícola y el oro, carbón, fracking o energía. Es una pelotera permanente, en la cual argumentos emocionales pretenden ser respondidos con explicaciones técnicas. Discusiones bizantinas que perpetúan las agresiones, aun cuando la ley favorezca a un bando a o al otro. Candorosamente creemos que a los bolillazos las cosas fluyen.
¿‘Qué’ queremos en términos de desarrollo para generar valor compartido como sociedad? Si todos anhelamos salud, vivienda, educación, vías, e infraestructura, hagamos el esfuerzo en construir juntos el ‘cómo’ y el ‘cuándo’ para que se haga de forma responsable, justa y deponiendo los egos. Concluiremos, tal vez, que el sector minero energético es el único que, por ahora, puede contribuir en dicho bienestar colectivo. Pero es al que le pegamos inmisericordemente. Nadie entiende: Cucaña no existe.