Lo que hace a un pueblo pacífico es la solidez de sus instituciones, todo el conjunto de costumbres generalizadas en la sociedad y respaldadas por el Estado; de ciudadanos que viven en paz porque esa armonía entre las costumbres y la eficiencia del poder público hace innecesario ejercer la violencia individualmente y, a la vez, desincentiva el delito. El individuo que delinque se atiene a las consecuencias y sus víctimas no ejercen la violencia porque confían en la justicia administrada por el Estado. Cuando las instituciones no funcionan impera la ley de la selva.
La crisis de InterBolsa y de Torres Cortés S. A. revela graves fisuras en la institucionalidad financiera y explica un clima de incertidumbre y violencia que no se puede soslayar: la hija del fundador de la segunda firma cayó asesinada a fines del año pasado. En esa crisis tiene parte de responsabilidad el Estado por incuria de la Superintendencia Financiera.
En ambos casos, sorprende la negligente inoperancia de la Superintendencia durante un periodo suficiente para que se gestaran y desarrollaran las prácticas delictivas que llevaron a la ruina a miles de ahorradores e inversionistas. Estos se sintieron amparados al depositar sus ahorros no en riesgosas pirámides o cuevas de ladrones, sino en empresas legalmente establecidas y, supuestamente, supervisadas por la entidad correspondiente.
La pesadilla de las liquidaciones. Las penurias de las víctimas no se limitan a la defraudación que sufrieron, sino se prolongan en los perjuicios que les causan ahora los liquidadores nombrados por el ente de control. En efecto, centenas de damnificados de los malos manejos de Torres Cortés han sido desconocidos como inversionistas dentro de la liquidación, precisamente por carecer de títulos en regla o por haber sido excluidos de la contabilidad por los administradores de la firma, graves irregularidades que pasaron inadvertidas por años para la Superintendencia Financiera. Pues bien, ahora la firma en liquidación pretende rechazar esas acreencias alegando, como argumento, que no aparecen registradas en su propia contabilidad o porque los dineros entregados se habrían invertido en activos distintos de los que podía adquirir legalmente. Así, amparada en las negligencias cometidas por Torres Cortés, es decir, en su propia culpa, la firma en liquidación termina contribuyendo al desplume de los damnificados.
Varios medios de comunicación han revelado la calamidad social que se esconde tras esta ruptura de la institucionalidad: para la mayoría de afectados, lo que perdieron era el último remanente de los ahorros hechos para protegerse en su vejez, o para la educación de sus hijos.
Por ser de elemental justicia, y porque compromete la confianza en las instituciones financieras, el Estado no le puede dar la espalda a quienes se ven perjudicados por la negligencia estatal. Del equilibrio de la balanza de la justicia y de la eficacia de la acción del Estado depende la estabilidad de las instituciones y de la paz social. Nada distinto de ese equilibrio esencial nos diferencia de los pueblos pacíficos y estables. Lo dijo el poeta Valencia: “¿quién me dirá si un huevo es de torcaz o víbora? La mente no sabe leer lo que en el tiempo asoma: el hombre, como el huevo, en nidos de dolor será serpiente, en nidos de piedad será paloma”.
Carlos Fernando Rivera
Profesor universitario