Desde hace poco más de un mes viene cumpliéndose el centenario de los sucesos que condujeron al derrocamiento del régimen zarista de los fastuosos Románov, que incubarían en octubre de 1917 la Revolución Rusa y terminarían cinco años después con el alumbramiento de una criatura llamada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
La historia del mundo se fragmentaría durante seis décadas de enfrentamiento con Estados Unidos en la llamada ‘Guerra Fría’, y por lo menos dos generaciones quedaríamos marcadas por el espejismo de un mundo nuevo que acunó Carlos Marx y se disolvió sin pompa meses antes de 1990.
Yo estaba en pañales al final de 1957, cuando la perrita callejera ‘Laika’ fue el primer ser vivo en orbitar la tierra y se carbonizó con gloria en el Sputnik 2. Aunque el petiso Yuri Gagarin fue el inicial ser humano en viajar al espacio exterior, cuatro años después, ni él ni la canina bautizaron la revista que traía por aquí las asombrosas noticias de por allá. Sputnik era una especie de Selecciones de la nieve, que escanciaba las maravillas tecnológicas, deportivas, humanas, y claro, militares, del gigante. De Moscú y de la Plaza Roja sabíamos más por las traducciones y el lindo nombre de ‘Nathalie’, la canción francesa que muchos siempre consideraron compuesta por ‘Los hermanos Arriagada’.
En todo caso, era imponente la decadencia de la casa que yo veía desde mi habitación en el barrio Santa Fe, y en la que se instaló la sede de la Juventud Comunista, conservando en principios el rojo del bombillo que identificaba a la casa de citas que la precedió, cuando a las damas de vida alegre no se les decía tan familiarmente putas.
En la confusión de mi adolescencia entré a estudiar Antropología a la Universidad Nacional de Colombia. Conocí a Antonio Morales Riveira y Felipe León, que fueron mis anfitriones de música en el Auditorio León de Greiff, disfruté de la cercanía sabia de Otto de Greiff y Felipe Lleras, y comí los irrepetibles roscones que salían a las cinco de la tarde de la cafetería que bañaba con su olor de bocadillo el campus infinito y la Plaza Ché Guevara.
Los estudiantes de esa carrera éramos exiliados celestes de la bohemia de París, y cursábamos la electiva callejera de marxismo, en libros que pululaban partidos entre Mao y Lenin. Uno se sabía los modos de producción y juraba que el modelo de las lejanas estepas era la obligatoria etapa evolutiva de la sociedad.
Nada de eso pasó. La URSS se descompuso como matrioska en desgracia, y se extinguió el mundo que hermanaba a James Bond y al Superagente 86. En vez de cohetes y desfiles en la Plaza Roja, llegaron las imágenes de contrabandistas de mujeres y mafias de droga, y la presunta ideología de la guerrilla que hoy transita hacia la paz, se volvió un mar de coca.
Al apagar las 100 velitas de un suceso que francamente está pasando inadvertido, dan ganas de pensar que eso no existió o se fue en las volutas de la incinerada ‘Laika’, o la docena de perros pioneros que pusieron al hombre en el espacio.
Carlos Gustavo Álvarez G.
Periodista
Cgalvarezg@gmail.com
columnista
Bolcheviques, camaradas y mamertos
Al apagar las 100 velitas de un suceso que francamente está pasando inadvertido, dan ganas de pensar que eso no existió.
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Carlos Gustavo Álvarez
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