Ha pasado otro 20 de julio, con su desfile militar inocuo en la nueva realidad de la paz y la disculpa para vacacionar y completar cuatro largos ‘puentes’ en cinco semanas, confirmación inequívoca de nuestra eufórica vocación improductiva.
Sigue llamándose el ‘Día de la Independencia’, aunque fue todo menos eso lo que ocurrió en tal fecha de 1810, que terminó con un “acta de la revolución” al caer la tarde en aquel viernes de mercado. De ahí salió una de las muletillas nacionales menos ingeniosas: el florero de Llorente, segundo apellido del gaditano José González. A este tipazo le sacaron calculádamente la piedra, echando por tierra su fama de buen comerciante –con el mejor almacén en la Calle Real– y de hombre culto y caritativo.
Como ocurre con tanta frecuencia, era un buen hombre, pero de muy mal genio; partidario de Carlos IV y no de Fernando VII, este último el verdadero acicate de la pelotera. De hecho, en el acta susodicha, se establece que la Nueva Granada “protesta no abdicar los derechos imprescriptibles de la soberanía del pueblo a otra persona que la de su augusto i desgraciado monarca D. Fernando VII, siempre que venga a reinar entre nosotros”.
Fernando era hijo de Carlos, y su sucesor, y bien difícil le quedaba en ese momento acudir a hacernos el favor. No era el Rey (descolocado por José I Bonaparte). Ya no estaba de tocata y andaba de fuga. Trató de salvarse con una petición decimonónica de bienestar familiar, extendida al queridísimo Napoleón Bonaparte que ocupaba su patria: “Mi mayor deseo es ser hijo adoptivo de S. M. el emperador nuestro soberano...”. ¡Lo que hace uno por salvar su vida y sus reales!
Volvió a España en mayo de 1814. Y de ahí en adelante debió dejar un pastoso sabor en la lengua de quienes estaban tan ansiosos de traerse a “El rey Felón”. Le pasó factura de terror a todo el que pudo, especialmente allende la mar océano.
El historiador Raúl Román Romero asegura que esta fecha de independencia nacional está poco menos que sacada de la manga, mediante la Ley 39 del 15 de junio de 1907, dictada por la Asamblea Nacional Constituyente y Legislativa, durante el gobierno del general Rafael Reyes.
Su “invención e imposición” respondió “a la necesidad que tenía el Gobierno de fortalecer la quebrantada unidad nacional y la urgencia que, en ese entonces, tenían las élites andinas para consolidar su hegemonía sobre las demás regiones…”, afirma Román.
Un lector de El Tiempo, Fabio Ramírez Alonso, aseguró en una Carta al Director, hace 16 años, que la real independencia ocurrió el 14 de agosto de 1810, “cuando se obtuvo la salida del virrey, se liberó a Nariño, preso en Cartagena, para que viniera a gobernar la patria independiente, que poco después se volvió Patria Boba. Esa es la verdadera historia de Colombia y sobre ella no se ha profundizado”.
La nueva Colombia que se está estructurando conllevará interpretaciones de estos hitos fundacionales y de los símbolos patrios. Porque, como decían de las bolas (de billar), “así se las ponían a Fernando VII”.
¡Qué venga Fernando VII!
El historiador Raúl Román Romero asegura que esta fecha de independencia nacional está poco menos que sacada de la manga.
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Carlos Gustavo Álvarez
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