La reciente actualización del sistema operacional de mi tableta me confirmó con los datos algo que ya me había adelantado con la música: que ya no eran míos. De repente, cuando abrí la recurrente función de las ‘notas’, estaba dividida en dos: las que yo había establecido antes de que el fantasma binario se apropiara de ella y las que ahora estaban alojadas en ‘la nube’.
Tantas personas que ahora conocen el mundo digital como la palma de su mano estarán riéndose de mi ingenuidad. Es posible. Por varias razones. Porque así es la vida de hoy. Porque mi tableta como dispositivo ya no tiene que cargar con mi existencia que ahora pasa toda por ahí, y esa posibilidad de ganarme algo de memoria puede ser un tipo de alegría. Y porque así me pare en las pestañas, yo autoricé eso y quién sabe cuántas cosas más. Como hacen miles, millones de personas en todo el mundo ante un inextricable contrato que nadie lee o con las simples actualizaciones de una aplicación, a quien tú mismo le permites escanear tu historia, apropiarse de ella, ponerla a circular quién sabe por dónde.
Y hasta ahí las cosas, sería simplemente un caso de descuido, ignorancia, prisa, desentendimiento. Pero nada de eso te salva ni es excusa para que tengas que pagar por lo que ya no es tuyo. Simplemente porque el alojamiento de lo que tú eres en esa ‘nube’ –invento de sorpresa, magnífico artilugio–, te da gratis unos pocos recursos de memoria y luego empieza a cobrarte. Sí. Tienes que pagar a quien, con tu autorización, capturó lo tuyo –fotos, libros, notas, canciones–, una cuota periódica. En dólares. En el vaivén de los dólares. Y como tú, ¿cuánta? ¿Una tercera parte, la mitad, de la humanidad en línea?, tributando a ese ‘Gran Hermano’ que sabe todo sobre nosotros…
Pero no solo en la web las cosas dejan de ser tuyas. Pasa con las pensiones. Mi fondo privado –en el que ahorré durante años, al que entregué mi plata– aplicó una fórmula críptica para asignarme un monto de pensión. Hace unos días pedí que me la reajustaran. La respuesta negativa incluía argumentos como que ellos, custodios supremos de mi dinero, simplemente me lo estaban cuidando. Para que durara un tiempo, que ellos calculan, viviré sobre esta tierra. Para que algo les quede a mis herederos.
Alguien a quien le consulté si había alguna posibilidad de pataleo o si yo tendría que acudir a abogados que reparten volantes en la calle para aclarar las dudas sobre el impenetrable Sistema de Seguridad Social, que son prácticamente todas, me espetó una cosa cierta. ¿Qué sentirán sus hijos, ya grandes y profesionales, si su papá se sostuvo hasta la muerte con una pensión de apenas, para que a ellos les quedara mucha plata?
Ninguna posibilidad de acuerdo. Ninguna alternativa de una opinión mía. Que me quede la dicha que con ese dinero que ellos manejan, y cuyos rendimientos se cayeron de repente, porque así es el mercado, se construirá una parte de las autopistas de cuarta generación. Lo mío ya no es mío.
Carlos Gustavo Álvarez G.
Periodista
cgalvarezg@gmail.com