Como si el futuro buscara sus raíces en un pasado pintoresco, los aviones han comenzado a parecerse a las ‘chivas’, a agobiarse en el bucólico aspecto de los ‘yipaos’. A bordo de los vuelos nacionales los pasajeros están subiendo impunemente como equipaje de mano, maletas que un sentido común aplicado en goteo o el cumplimiento estricto de las normas enviarían sin juicio a las galeras.
Todo hace parte de ese caos normativo en que vive el país, en el cual no se aplican los reglamentos para que la gente no se moleste, todos hacemos lo que nos da la gana y la cultura ciudadana, que hubiera podido recoger las semillas preciosas que una generación jurásica sembró en las clases de urbanidad y educación cívica, se fue definitivamente al carajo.
El creciente mercado aeronáutico nacional está hecho un arroz con mango en tierra y aire. De no establecer pronto el ejercicio de una autoridad y la práctica de una disciplina, que incluya la sanción y el cobro, volar se va a convertir en una rapiña, en un tormento para quienes merecen el buen trato y la comodidad que predican los eslóganes y la voz inigualable de Julio César Luna.
Pero no. No he visto el primer grupo de pasajeros que a la instrucción de hacer una sola fila que imparten cuando se comienza a abordar, haga exactamente eso. Una hidra se precipita sobre los mostradores. Cada cual hace valer su capricho de meterse por donde le provoca.
A la cabina se sube en desbandada. Con la afrenta visible de maletas monumentales. Como no hubo ningún control en tierra, el problema se les arma a las azafatas, incapaces de imponer un orden estricto. Y aparecen los vivos. El que tiene su puesto en la última fila, deja la maletota en la primera para tomarla cómodamente a la salida triunfal. En portaequipajes concebidos para que los tres pasajeros que lo usufructúan dispongan de un lugar per cápita para una real maleta de mano, alguien acomoda una transoceánica. Y los demás, como el ternero.
Entonces comienza un desplazamiento infame que se ha institucionalizado con vergüenza. La auxiliar le dice a quién va adelante que queda un hueco por allá en la mitad del avión o en las últimas de cambio. Y la pasajera o el pasajero tiene que iniciar un peregrinaje de paria, para meter en el orificio sobrante una maleta que deberá recuperar al llegar, en contravía de la fuerza de salida, la menos pragmática de las soluciones.
Es curioso que bandas como las que se han instalado en el nuevo El Dorado, con una logística que permite entregar con rapidez la carga de la bodega, muchas veces circulen desiertas u ocupadas ocasionalmente por las maletas inevitables. Para qué, si la cabina ha sido habilitada como depósito, con las secuelas descritas, que tal vez ha sufrido alguno de los lectores. Nadie ve, nadie dice nada, metido cada uno en su juguete electrónico, en esa cultura de la indiferencia y el ‘meimportaunculismo’ que no nos deja levantar vuelo.
Carlos Gustavo Álvarez G.
Periodista