Nunca había escrito tanto la humanidad. La que hace pocos siglos era tarea de unos elegidos ínfimos, hoy es materia de miles de millones de personas.
No solo se pergeñan más textos que en cualquier otra época -entre los cuales, un cada vez más alto porcentaje corresponde a versiones digitales que no cobran la vida siquiera de un bonsai-, sino que cada segundo del día, desde cualquier lugar del planeta, por lo menos la mitad de la humanidad está escribiendo.
Lo hace exponencialmente a través de teléfonos celulares y tabletas.
El nuevo producto relator de la sociedad es el llamado ‘mensaje de texto’, que está rompiendo niveles verosímiles de utilización, aunque lejos, claro está, del imperio universal de la imagen.
Hay jóvenes que detallan para sus crecientes grupos sociales a los que llaman ‘amigos’ cada instante de su cotidianidad.
Cuentan cosas que a los mayores nos parecen pendejadas y no configuran ninguna otra realidad que una soberana pérdida de tiempo, para no hablar de la carencia de privacidad, otra noción que ha volado en átomos.
Esa nueva literatura no tiene nada que ver tampoco con lo que otrora concebíamos como la condición básica y feliz para escribir: el manejo de una ortografía solvente y de una sindéresis vital, que guiaban un texto como instrumentos a una nave victoriosa.
Todo eso ha estallado en pedazos, canjeado por una maraña de signos, abreviaturas y licencias oficiosas, que reemplazan las palabras y su concordancia como antaño las conocíamos.
Pues bien, ese nuevo reino de una sociedad masiva ya está cobrando una primera víctima. Se trata de la letra manuscrita o cursiva, como otros la denominan, para no hablar de esa expresión de sabiduría y belleza que se conoció como caligrafía.
Escribir a mano ha comenzado a ser un anacronismo, una orfandad prohijada por la ubicua presencia de las tabletas, a las que ciudades como Los Ángeles ya destinan presupuestos ingentes para imponerlas en las escuelas, y países como Colombia establecen como compensación para ceder espectro y construir autopistas de fibra óptica.
Pero hay más. Desde este año que hoy está nuevecito y anda el calendario como un bebé osa sus primeros pasos, la enseñanza de la letra manuscrita será opcional en al menos 35 Estados norteamericanos. La cabeza de esferos, lápices, estilógrafos y plumas, si aún se las llama así, caerá bajo el filo de la guillotina del teclado verdugo.
Y elaborar textos manuales será para muchos una actividad tan insólita como leerlos de la misma fuente.
Sobra decir que esas personas, para quienes el pasado será otra especie extinta, no entenderán jamás cómo tipos aberrados como Shakespeare, Cervantes o los cartujos medievales pudieron escribir lo que escribieron con tinta, papel, una pluma y una mano paciente y amorosa, que llenó de historia a la humanidad iluminada por una lumbre.
Con la letra perdida se morirán también las cartas y las esquelas.
Como ya se puede constatar con el cierre o el declive de los servicios de correo en varios lugares del mundo. Y la vida se tecleará en las tabletas, como al principio se grabó en las tablillas de barro.
Carlos Gustavo Álvarez G.
Periodista