Colombia sufre un efecto tardío, pero inevitable, de la globalización. Es la vuelta de tuerca de un cuento de hadas danés, que Hans Christian Andersen publicó en 1837 con el título El traje nuevo del emperador, y una de cuyas moralejas es: “solo porque todo el mundo crea que algo es verdad, no significa que lo sea”.
El asunto tiene que ver, claro, con el desarrollo tecnológico que supuestamente ha beneficiado a millones de personas mediante la apropiación de aparatos fantásticos, que amplían toda perspectiva de comunicación y sus secuelas de entretenimiento y contactos.
La telefonía celular y los automóviles son algunos de los ejemplos de un cielo que se coge a medias, de un modelo que no encaja perfectamente en el molde.
La cantidad de números celulares ha superado a la población colombiana.
Eso supone niveles idóneos de cubrimiento por parte de las empresas operadoras, estándares notables de servicio al cliente y la existencia de una potente red que soporta el uso de un aparato que trasciende todas las fronteras sociales y se ha vuelto, prácticamente, un apéndice de la condición humana.
Sobre esa multitud de usuarios, llueve la oferta de smartphones y tabletas, que parecen juguetes mágicos de una época ficticia.
Pero lo cierto es que los colombianos compramos esas maravillas de Apple, Samsung y tantos otros admirables creadores de ensueño, para gozarlas a medias, por raticos o por la voluntad de la suerte y del azar, que esa misma tecnología pretendía derrotar.
Compramos y pagamos por ellas, y por un servicio que es intermitente, que vive de las llamadas y las señales caídas, que funciona aquí, pero a dos metros, no.
Y que, sin embargo, expide las facturas con una puntualidad asfixiante, genera condiciones abusivas de permanencia, y vive demandado y a punta de quejas y reclamos, en un número vergonzoso, que denuncia la Superintendencia de Industria y Comercio, y se debe aclarar prontamente con Asomóvil, porque la diferencia es abismal.
Los automóviles y sus propietarios son otras víctimas del traje nuevo del emperador.
Carros fantásticos y vehículos maravillosos están condenados al trancón de las ciudades y la precariedad de las carreteras.
Además, en Colombia se estimula la propiedad del automóvil, pero se castiga su tenencia. Impuestos, seguros, altas multas, onerosos costos de parqueo, arreglos mecánicos por las nubes y uso restringido son algunos de los premios nacionales a esa inversión que se destruye en valor.
Hay que decirnos la verdad sobre el traje nuevo del emperador. Aceptar que estamos hospedando un águila en una pajarera.
Y que el cielo que creemos alcanzar es, simplemente, una nube. A menos que volemos en serio.
Carlos Gustavo Álvarez G.
Periodista
cgalvarezg@gmail.com