Al llegar a una nueva etapa de la vida, y aceptarla sin la obstinación de quien repudia el paso de los años, el deporte me ha impartido otra lección.
Gracias a la práctica del atletismo –tarea que cuando comencé era simplemente el masculino gusto solitario de “trotar” o “correr”, y hoy se ha multiplicado entre las mujeres, sofisticado en mercadeo y vestuario y rebuscado colectivamente en términos de jogging y running– me habitué a disciplinas que trascendieron en hábitos. Y para practicar el que terminaría siendo un ADN, aprendí a respetar el cuerpo, a cultivarlo mediante rutinas que, si bien muchas veces me llevaron a espartanas renuncias, las acepté con el agrado de quien siembra cuidadoso para cosechar con armonía.
Me costó más trabajo encarar la noción de límite. La juventud no es tiempo de fronteras, apalancada en el esplendor de una energía incesante. Con verdadero furor me apliqué a distancias de camello y a competiciones que nunca gané, pero en las que tampoco terminé con el ‘farolito’. Triunfaba el placer de sentir la vida palpitando en la laboriosidad de ese artilugio asombroso que es el cuerpo humano.
Transcurridas casi seis décadas, y sin dejar de atender clamores de huesos y letanías musculares, mantengo una actividad deportiva constante. El deporte es una fiesta de vida.
Pero como en la vida, también ahora ha llegado el tiempo de parar las carreras. Que así vivimos y no de otra forma. Afanados, desfogados, apurados, intranquilos. La prisa hace que miremos y no veamos. Que oigamos pero no escuchemos. Que no tengamos tiempo para el amor verdadero y que nuestros más profundos y necesitados afectos los despachemos con el minutero de una consulta médica.
Que al final del día y de los días hayamos hecho muchas cosas, pero tal vez las que no queríamos, las que no estaban en nuestros corazones, las que otras voluntades, otras modas y otras jaurías nos signaron.
Y de todas las películas, las más difícil de devolver es la de la vida.
Por eso he empezado a caminar. A hacer mi viaje a pie. Y aprecio esa parábola de la vida que instruye a mi cuerpo para dejar de correr y lo acompasa con ánimo pacífico. Quiero que esa construcción subjetiva que se llama el tiempo hoy pueda ser mía, que al fin y al cabo, el tiempo y la forma cómo lo aprovechemos o despilfarremos es nuestro destino.
Caminar conlleva el dejar de competir para figurar en la pasarela, alimentar el ego o tributar la necesidad del aplauso. El cuerpo admite esa transición con agrado y nos reconcilia en el sosiego, la pausa y, por qué no, en una forma más profunda de mirar, de atender al propio corazón y a las voces que te envía tu conciencia o el Dios que tus correrías abandonaron para concentrarse en el pasajero oropel.
Por último, todo tiene que ver con un cambio de vida. Con eso que muchos estamos asumiendo como el evangelio de los que saben que lo que se está consumiendo en esta sociedad de locura no es otra cosa que nuestra propia, única vida.
Carlos Gustavo Álvarez G.
Periodista
cgalvarezg@gmail.com