Es innegable que la noticia de los precios del petróleo cercanos a 70 dólares el barril, es buena para Colombia. Todo lo que se está diciendo es cierto: se generarán más regalías, aumentarán los ingresos de Ecopetrol y se recibirán más impuestos de empresas petroleras. El Ministro de Hacienda no ha disimulado su complacencia por esta alza no prevista y ha señalado que “por cada dólar que suba el petróleo, el país recibirá al año siguiente 350.000 millones de pesos”. Nada de eso es falso.
Uno de los grandes dolores de cabeza del gobierno Santos, las cuentas fiscales, se beneficiarán entre otras, porque no se imaginaron que, en medio de su tono optimista de siempre, sus cálculos utilizaran un nivel más bajo en los precios del hidrocarburo, 55 dólares. Como los analistas del tema ven que estos niveles de precios se pueden mantener por lo menos durante el 2018, muchos economistas creen que se les apareció la virgen en medio de este año que no pintaba nada fácil. Hasta aquí todo bien.
Sin embargo, surge una preocupación que no se ha planteado muy claramente, con excepción de las declaraciones del presidente de Analdex, quien señaló recientemente en Portafolio, palabras más palabras menos, que ojalá ahora no se postergue la decisión de diversificar las exportaciones. Es decir, identificó algunos de los peligros que entraña esta nueva realidad. Entre otras, porque este país que ha dependido de una manera insólita del petróleo, sin ser una potencia petrolera, se puede volver a enredar y dejar atrás decisiones que apuntaban a lo que realmente necesita: construir en serio una base productiva que le permita, de manera más sostenible, alcanzar las tasas de crecimiento que requiere para atender la demanda social postergada y las nuevas que se generan con el inicio del posconflicto.
Lo que preocupa son las voces de sirena que son engañosas por definición, porque creer demasiado en ellas puede acabar con la idea que apenas estaba empezando a abrirse camino entre quienes toman las decisiones económicas, que consiste en crear realmente la base productiva del país. Esta sería la peor situación de todas porque la dependencia de un producto cuyos precios son volátiles y en los cuales no tenemos ninguna influencia, ya nos pasó una cuenta de cobro. Nadie está pensando en desaprovechar esta oportunidad, pero no puede ser excusa para postergar el desarrollo del sector agropecuario; la reactivación de la agroindustria y de aquellos sectores que muestren posibilidades; creer que la recuperación del turismo no necesita esfuerzos superiores; seguir aplazando el tema del atraso en ciencia y tecnología en el país, y claro está, la necesidad de enfrentar nuestro bajo nivel de competitividad en los mercados internacionales. Pero, además, la industria petrolera no es la mejor generadora de empleo, tema que amerita un análisis menos triunfalista del que se está haciendo hasta ahora.
El peligro de que el país se engañe con las voces de sirena en la economía es que, para realmente construir una base productiva sólida, se tienen que hacer esas reformas estructurales, que quienes siguen teniendo el poder y la riqueza, se niegan a dejar que se realicen. La primera es la tierra, su inmensa concentración en unos pocos, su subutilización y la necesidad de frenar esa contrarreforma que ha llevado al país a que crezcan los predios de más de 1.000 hectáreas, mientras que de minifundios estamos pasando a microfundios, en los cuales es imposible que los campesinos salgan del atraso en el que viven.
Que las voces de sirena, no aplacen la decisión de cerrar la brecha rural urbana, que por ser histórica no puede subestimarse, sino que deben reconocerse los costos sociales, políticos y económicos que crea esta deuda en la sociedad colombiana.
La reforma tributaria, indispensable para hacer los cambios que demanda este país, tiene o toda la oposición de quienes nunca han contribuido como deberían a la financiación del Estado, o las promesas irresponsables de muchos de los candidatos a la Presidencia de la República. Todos en una muestra de irresponsabilidad están proponiendo bajar impuestos, lo contrario a lo que el país demanda, es decir, subir los gravámenes a quienes los deben pagar y no lo hacen. Solamente quieren atraer votos sin pensar en la viabilidad real de sus propuestas.
La preocupación nace de que la salida fácil para quienes no quieren perder privilegios, es decir, que el nuevo precio del petróleo es el gran remedio para la difícil situación de la economía colombiana. La alternativa no puede ser evadir de nuevo la responsabilidad de buscar caminos mucho más complejos, que exigen cambios de fondo en esta sociedad tan desigual, pero mucho más sostenibles para que la economía colombiana vuelva a un ritmo incluso superior al histórico del 4 por ciento, promedio anual.
¿Será posible que estas voces de sirena no desvíen la atención del gobierno, de los empresarios y en general de quienes toman las decisiones importantes en el tema del desarrollo colombiano? Solo plantear este tema debería originar un importante debate sobre el futuro de la economía colombiana.