Los sucesos de las últimas semanas confirman una preocupante realidad. En Colombia no solo son intocables ciertas personas, aquellas que tienen mucho poder y dinero y que siempre logran evadir la ley, sino también entran en esta categoría temas que se identifican como cruciales en la apuesta de lograr una sociedad distinta. De nuevo, es el poder político y económico el que explica por qué es imposible abordarlos con el fin de generar los cambios que transformarían muchas situaciones de la vida del país. Se trata, nada menos, que de la tierra y la política.
Finalmente, después de décadas, se abre la agenda que reconoce que el campo colombiano requiere una mirada real y unas estrategias específicas para cerrar la mayor brecha del país, la existente entre el campo y la ciudad. En ese proceso de construirle un norte a esas actividades y a su población, que hoy se reconoce como el 30 por ciento del total nacional, surge nuevamente la realidad de una distribución de la tierra con un grado de concentración en pocas manos y un aumento del microfundio, que lejos de resolverse se ha venido agravando en las últimas décadas. Desde siempre, los latifundios han sido característicos de la realidad rural colombiana, muchos de ellos dedicados a una ganadería extensiva, con alto grado de subutilización. El último Censo Agropecuario, realizado en el 2014, después de 40 años sin esta clase de información, dejó en evidencia que ha aumentado el área cultivada, pero la estructura de la tierra no presenta los cambios que se esperarían. Crecen las propiedades rurales de más de 1.000 hectáreas y los pequeños productores se concentran en aquellas de menos de 5 hectáreas.
Es obvio que con estos niveles de concentración de la tierra y con una producción campesina ubicada en predios que no permiten una explotación eficiente, es imposible sacar a la población campesina del estado de rezago en el que se encuentra. No en vano el punto uno del acuerdo final es la Reforma Rural Integral, tema que ya tiene agenda elaborada por la Misión de Transformación del Campo colombiano. Sin embargo, la euforia que despertó ese posible despertar del campo, se ha visto enfrentado a la realidad de que la tierra, su concentración en pocas manos, es uno de los temas intocables en este país. Se trabaja durante más de dos años en este tema, se realizan los estudios más recientes y serios sobre las áreas críticas; se obtienen opiniones de todos los sectores involucrados, grandes productores, gremios, campesinos, académicos y gobierno y se publican sus resultados. Todos felices porque además hay coincidencia en que es precisamente en las actividades rurales y la agroindustria vinculada a estas, donde está la respuesta rápida a la necesaria aceleración de la economía.
Pero, apenas se toca el tema de la tierra, de la imperiosa necesidad de distribuirla de la manera más eficiente y justa, se levantan los de siempre, los dueños de grandes propiedades, en las cuales, lejos de desarrollo capitalista, hay puro feudalismo, y ponen el grito en el cielo y frenan cualquier posibilidad de cambio. Y a eso le hacen juego los poderes del Estado, que le temen a estos poderosos. La Corte Constitucional no se pronuncia sobre el Decreto Ley 092, que da luces positivas en la dirección correcta, y con el proyecto de Ley de Tierras terminan no cambiando nada. Intocable, la tierra, como lo vivió Carlos Lleras cuando trató de hacer reforma agraria. Chicoral, en su versión 2017, salió a relucir con sus argumentos retardatarios de manera que ni se distribuya la tierra, aun la mal adquirida, ni se ponga a producir aquella con la que especulan sus grandes propietarios.
Algo similar e igualmente grave pasa con la forma de ejercer la política en Colombia, desprestigiada hasta el máximo posible, sin partidos que merezcan el más mínimo respeto. Con la corrupción de muchos de sus miembros más visibles en boca del país, se niega a que la toquen, a que la reformen. La reforma política, otro gran punto del acuerdo final, pasó no a mejor, sino a peor vida. Ha quedado absolutamente claro que no hay la más mínima voluntad de aceptar que la base de la mayoría de esos problemas, que se ven como insolubles en el país, encuentren en el perverso ejercicio de la política su mayor explicación. Es inconcebible, cómo los partidos y sus eternos jefes, engañaron descaradamente a la Comisión creada para elaborar esa reforma, aceptando propuestas que luego sus miembros en el Congreso rechazaron de frente. Es el mayor caso de hipocresía que el país ha vivido por parte de quienes tienen en sus manos la pobre democracia colombiana. Este entierro de quinta de la reforma política demuestra, que sus representantes perdieron la vergüenza, y con el mayor descaro le dieron al país el mensaje que querían: la política por corrupta e ineficiente que sea no se va a dejar cambiar y seguirá con sus vicios cerrándole la puerta al progreso real de este país.
La pregunta que queda es si los colombianos vamos a permitir que estos dos intocables, la tierra y la política, frenen la construcción de un país distinto. El debate sobre la tierra no puede morir en manos de quienes la han convertido en su instrumento de poder, frenando el desarrollo rural y, sobre todo, el cierre de esa vergonzosa brecha entre estos dos grupos de colombianos. Con respecto a la política, la oportunidad de las próximas elecciones debe usarse para inducir ese cambio impostergable de sus decadentes líderes.