Definitivamente, en Colombia no se ha podido comprender el significado de ser el séptimo país más desigual del planeta, y lo que esto significa en términos concretos. Ni siquiera se ha logrado que se asimile realmente lo que significa que casi una tercera parte de nuestra población viva con menos de lo absolutamente necesario para tener unas condiciones básicas; menos aún, que el 18 por ciento no tiene lo suficiente para comer. Pero menos conciencia se tiene en los sectores privilegiados –y de pronto en esos nuevos ricos que se han robado al Estado–, que esas cifras se traducen en pérdidas de gente que tiene el mismo derecho que todos nosotros a tener una vida digna. Eso lo dice la Constitución de 1991, de la que muchos nos vanagloriamos. Esa falta de realismo, que tiene que dejar de ser solamente mágico –por poético que suene–, es la que lleva a creer que con limosnas se paga esa deuda social que todos tenemos con nuestros compatriotas víctimas de tragedias. Se alivia, sin duda, en momentos críticos, y por ello es bienvenida la supuesta solidaridad de los colombianos, pero no es suficiente: que quede muy claro.
La vida se encarga de ofrecer no argumentos, sino penosas realidades, para que se haga evidente la desigualdad profunda de nuestro país. Nada más claro que lo que acaba de suceder en Mocoa, una capital, y luego se repite Manizales, otra ciudad de la zona cafetera, de las más desarrolladas –supuestamente– del país. Claro que la culpa se le puede atribuir al cambio climático, que es una realidad; a las fallas en la planeación municipal, y, como siempre, a esa deteriorada clase política que hace ferias y fiestas con promesas a los pobres a cambio de votos. Pero es más diciente responder a la pregunta obvia: ¿en dónde viven los pobres?
Pues los pobres, en este país, viven donde pueden, donde nadie más quiere vivir, en las montañas y laderas peligrosas, en las riberas de los ríos y en los humedales, que los grandes dueños de haciendas no han secado para robarse esas tierras para su ganado o sus cultivos. Y la mejor prueba de ello es lo que acaba de suceder en Mocoa y Manizales, y lo que, desgraciadamente, puede pasar en todo el país, incluyendo a Bogotá, Medellín, Cali, Barranquilla y otras más. Porque estos lugares peligrosos terminan siendo las únicas zonas en donde pasan varias cosas.
Una de ellas es que los políticos inescrupulosos –que son la mayoría–, les prometen esos lotes que nadie quiere, para que construyan sus imitaciones de casas que se ven en todos los tugurios de este país. A ellos les importa un comino que allí estén corriendo grandes peligros porque, mientras esto sucede, estos pobres y sus familias votan a favor de ellos.
Otra razón, es que los mandatarios locales, y la ciudadanía en general, creen que esas casas que parecen pegadas con chicles forman parte del panorama natural. Por ello, no hay que tocarlos, sino dejarlos ahí quieticos, hasta que la naturaleza los borre. Los Planes de Ordenamiento Territorial (POT) son para mejorarle el futuro a su familia, convirtiendo zonas rurales en áreas urbanas, por ejemplo, como ya hemos visto. Pero sacar a los pobres de esas áreas de alto riesgo no es su tema, porque esa es la realidad que no se le puede pedir, según ellos, a un alcalde que cambie. ¡Por favor!
La tragedia que acaba de conmover al país, acumuló donaciones de miles de millones de pesos, que, sin duda, son bienvenidos, pero la ayuda no se puede quedar ahí. Es responsabilidad de todos que estos millones de colombianos vivan en lugares apropiados. Para ello se necesita tener mandatarios que no respondan a esta clase política miserable que tenemos, y un sector empresarial que deje de aprovecharse de los mandatarios corruptos, de manera que se acabe la excusa para que los que pueden, justifiquen no pagar impuestos.
Este problema es una muestra clarísima de lo que significan los niveles actuales de pobreza, y los vergonzosos índices de concentración de ingreso y riqueza en Colombia. La solución la tiene el Estado, que se tiene que financiar con impuestos porque ya no puede, óigase bien, no puede emitir dinero como lo hizo en un tiempo.
Tampoco tiene empresas, porque ya casi todas las privatizó, de manera que sin la contribución, especialmente de los sectores que más tienen, es imposible cumplir con su obligación constitucional de responder por la vida digna de todos los colombianos. Las limosnas son pasajeras y alivian, sin duda, pero el problema de fondo solo lo resuelve el Estado con los impuestos de quienes, olímpicamente, evaden y tienen sus fortunas bien escondidas.
Que estas tragedias le muestren a los ricos y clases medias en dónde viven los pobres.
¿En dónde viven los pobres?
Las limosnas son pasajeras y alivian, pero el problema de fondo solo lo resuelve el Estado con los impuestos de quienes evaden.
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