La forma como se está desarrollando la conversación sobre las encuestas y su papel en los procesos electorales en nuestro país es equivocada. Se presume que es su obligación predecir el futuro.
Contra ese estándar, nunca serán capaces de cumplir con las expectativas, porque ninguna persona, técnica o instrumento puede hacerlo. La forma como se juzga hoy a las encuestas es comparar sus resultados contra los escrutinios y se pretende que sean iguales en el orden y los porcentajes asignados. En esa forma de llevar a cabo la discusión, las encuestas siempre llevarán las de perder.
Bienvenido el debate y las críticas. Debemos mejorar pues, como en toda industria, hay encuestas buenas, regulares y malas, pero la discusión no debe darse sobre la expectativa de adivinar el futuro.
Un elemento necesario es garantizar la trazabilidad de los datos, lo cual permite que se pueda realizar una auditoría técnica sobre todo el procesos seguidos para llegar a los resultados. Ello puede contribuir a hacer visible la rigurosidad y transparencia con la que actúan la mayoría de las firmas encuestadoras.
También se requiere modernizar la regulación. Las normas vigentes fueron expedidas en 1994 y es evidente que requieren ser modernizadas y ajustadas a nuevas realidades, tanto técnicas como sociales. En tres ocasiones hemos presentado documentos de auto regulación con sugerencias sobre temas que deben ser incluidos.
En tercer lugar es necesario entender el papel de las encuestas en un sistema democrático: generar información que contribuya al debate público, dar algunas luces que permitan disminuir (no eliminar) la incertidumbre, y recoger y visibilizar la voz de los ciudadanos y en entregar información a los candidatos, los partidos, los medios y los votantes.
Las personas no deben decidir su voto solo con las encuestas, de hecho, no lo hacen; la gente recurre a las conversaciones con familiares y amigos, a sus propias convicciones, a los que dicen los candidatos y a la forma como los medios cubren la campaña.
Pero sí es claro que en una democracia moderna, las encuestas son necesarias, juegan un papel importante y tienen una responsabilidad enorme, por lo cual es del interés general regularlas adecuadamente y garantizar su calidad y transparencia.
La lapidación publica de las firmas es una mala receta para mejorar el debate público. No es deseable tener debates electorales, en una democracia, sin encuestas y por ello es necesario cambiar la forma como debatimos sobre ellas.
Un ejemplo no deseable de una campaña electoral sin encuestas se acaba de ver con el caso de la Gobernación de Cundinamarca. El actual mandatario designó su candidato y lo rodeó de una amplia coalición de partidos.
Durante toda la campaña se generó la narrativa que era el seguro ganador y no hubo un solo contendor de peso que presentara una alternativa a los electores. El designado obtuvo 634.000 votos. Entre nulos, blancos y no marcados hubo ¡401.000 votos! Y los otros candidatos sumados alcanzaron 260.000. No hubo una sola encuesta pública que mostrara el deseo de la mitad del electorado por otra alternativa.