Ahora que el Gobierno ha expresado su inquietud en relación con los costos de los servicios de depósito y pago en Colombia, es necesario abrir los espacios de deliberación pública. La cosa no se puede quedar en un sumario intercambio de declaraciones y en algunos editoriales y notas de prensa. En asuntos de interés público, siempre hace falta en este país la auténtica voz de la gente común. Escuchamos a los políticos profesionales cuya acción puede ir desde lo altruista hasta lo deshonesto. Muchas de las organizaciones comunitarias de base mencionadas en la Constitución han sufrido un asalto definitivo de intereses contrarios. ¿Dónde están las ligas de consumidores? ¿El movimiento mutual? ¿Qué dicen los líderes cooperativos? En asuntos como este de los costos financieros el ciudadano apenas es un punto en el mapa.
Los partidos y movimientos políticos están obligados a dar su visión y a proponer políticas públicas concretas. La llamada academia es muy útil, aunque no es bueno que se convierta en la voz cantante, como si la vida pública fuera sólo cosa de “técnicos”. La posición de los representantes gremiales es obviamente legítima y relevante, siempre y cuando sea claro el origen de su representación: con frecuencia es posible oír a destacados miembros de la tecnocracia y de la política actuando como lobistas gremiales, sin revelar su condición contractual. Pero los sindicatos y las organizaciones populares no pueden hacerse escuchar de la misma manera, y además su actuación directa en el legislativo es sumamente débil.
La información completa y correcta debe provenir de todas partes. En los recientes intercambios públicos sobre el tema he sido testigo de argumentos empapados de sofismas.
Oí decir que las declaraciones de Santos y Echeverry sobre el alto costo de las comisiones deterioran la confianza pública en el sistema financiero. Advierto que la Asobancaria (de la que fui presidente) no ha dicho esto.
Si ello fuera cierto, el Presidente y su ministro estarían atentando contra el orden público económico, como si la calificación de los servicios financieros, cuando no concluye en alabanzas, fuera lo mismo que una injuria subversiva. En esas condiciones, el pleito judicial sería el escenario definitivo de este debate. Nada de esto le conviene a la imagen estratégica de las instituciones financieras.
Sería bueno dirimir si la confianza colectiva en el sistema financiero más bien se fortalece cuando su calidad y sus precios se exponen al escrutinio del público de manera irrestricta. Este sector y el Gobierno están obligados a asegurar que la gente mantenga un mínimo de afecto por los prestadores de estos servicios, para garantizar la estabilidad del sistema de pagos. Ello se logra con la transparencia y la crítica tranquila.
De una estirpe similar es el argumento de que las entidades financieras tienen que cobrar duro porque asumen altos costos en la implantación de las tecnologías de comunicación e información. El argumento es torcido e incompleto: los costos de la atención a los depositantes se reducen grandemente mediante la llamada banca electrónica, por ejemplo. En la práctica, los bancos del mundo manejan ahora un nuevo negocio, de muy buena rentabilidad: el del uso de las TIC para transar con sus depositantes. ¿Cuántas sucursales nuevas, cuántos trabajadores adicionales serían necesarios para manejar el volumen de operaciones de baja cuantía que hoy tienen los bancos? Indudablemente, la gente se ha beneficiado con mejores servicios de pago y transferencia. Vale la pena discutir sobre si es posible que, además, las entidades y sus clientes compartan de algún modo la reducción de costos generada por la tecnología contemporánea.
Un debate serio y tranquilo
En asuntos de interés público, siempre hace falta en este país la auténtica voz de la gente común. E
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César González Muñoz
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