Como están las cosas, es obligado escribir sobre el clima extremo que –literalmente– cae sobre el territorio. La coyuntura desata ecologismos de todos los colores. Somos testigos de súbitos ecologismos que son rasgaduras de vestiduras sin propuestas de política pública y no pasan de ser lamentaciones por el maltrato a la naturaleza.
Asistimos también a llamados ecologistas vacíos, a una ética diferente, a la ‘educación’, sin prácticas concretas. Hay una visión ecologista, muy frecuente en este país, que se imagina a Colombia como gran paisaje, incluyendo el urbano que sale en muchos medios gráficos.
La gente juega allí el papel de ser un ornamento visual, o un pistero en el ojo, dependiendo de su bonitura, modo de vestir o talante. Pertenecen a esta categoría de ecologismo expresiones como “admiremos nuestro café, nuestras esmeraldas, nuestras mujeres”, como también imprecaciones como la que escuché en una campaña electoral hace 9 años: “Colombia es un país muy bello, pero hay unos sinvergüenzas que no dejan que lo disfrutemos”.
Cuando la gente y las instituciones hayan salido de la urgencia de las inundaciones, los derrumbes, los bloqueos, los desplazamientos, es necesario ponerse a pensar en los modos de rescatar los equilibrios naturales hasta donde sea factible. Lo que está ocurriendo obliga, en nombre de la decencia y de la dignidad humana, a darle un volantín a la muy mala historia ambiental colombiana.
Esta no es sólo una tarea técnica, una transformación regulatoria, una reforma institucional, ni una labor policial. Los destrozos ambientales provocados por personas e instituciones que han roto de múltiples maneras los ciclos naturales de las aguas desde los páramos hasta los valles y las llanuras, las desviaciones forzadas de ríos y quebradas, y las industrias extractivas dejadas a su albedrío, están estrechamente vinculados con el orden social imperante. Si ello es así, hay que dirigirse a resolver los problemas del poder, la política, la ética y la pobreza, que conforman el cuadrángulo donde se encuentra la mala historia ambiental.
El poder rampante, que le mama gallo a la ley, de propietarios, poseedores u ocupantes violentos del territorio es un factor determinante del problema. Estas acciones destructoras son posibles porque el ejercicio del poder político formal es solidario con la conducta ilegal de muchos de quienes ocupan el territorio rural y urbano. La pobreza, por su parte, le añade innumerables elementos a la degradación que está sufriendo el medio ambiente natural.
De este modo, los dos extremos de la escena social actúan como una tijera que rompe y pone en duda la sostenibilidad de la vida. De allí que, más allá de los necesarios reclamos por la educación y la toma de conciencia, las organizaciones políticas están obligadas a llevar a sus plataformas, en lugar predominante, el advenimiento de una nueva relación entre el mundo natural y la comunidad humana. Sólo mediante un auténtico poder popular se le podrá poner freno a los abusos del poder real y formal. Únicamente ese poder podrá elevar a la cúpula de los propósitos sociales el combate a la pobreza y la desigualdad, que obligan a la gente a consumir masivamente los bienes naturales.
Una nueva política debe ponerse al frente, en la que no haya permanente fricción entre el ejercicio del poder y los principios de una ética responsable con la naturaleza.